Recupero una vieja reflexión, publicada hace muchos años y que la mayoría de los amigos a quienes mando estos escritos, hoy en día, no habrán leído.
Y lo hago aprovechando que mis musas, tal vez cansadas después de celebrar la Noche de San Juan, se muestran perezosas a la hora de susurrarme nuevos temas para estas reflexiones.
Y la encabezo con un vídeo que retrata una tormenta de grandes truenos, junto con su carga de rayos y relámpagos.
Siempre me ha hecho gracia la
expresión que titula esta reflexión, típica del Capitán Haddock, el más
íntimo compañero de aventuras de Tintín, posiblemente por la subyugación que
sobre mi espíritu han producido, desde mi niñez, las tormentas con mucho ruido
y mucho aparato eléctrico, con sus relámpagos refulgentes, sus rayos de
trayectoria impredecible y sus truenos llenos de resonancias y ecos, en
ocasiones, o de compactos, trágicos y secos estampidos en otras.
Los hombres antiguos pensaban que
las tormentas, por su grandiosidad aterradora, eran cosa de los Dioses, ya de
la laboriosidad de Thor en su mansión celestial de “Bilskirnir”, golpeando el yunque con su martillo “Mjolnir”
y produciendo chispazos y gran ruido, en la mitología nórdica, o del enfado de Zeus lanzando sus
atronadores truenos, rayos y relámpagos ---regalos de los Cíclopes Brontes (‘el
que truena’), Estéropes (‘el que da el rayo’) y Arges (‘el que brilla’)---
contra la faz de la tierra, Gea, la primigenia Diosa, su antigua protectora...
Uno de los sonidos de la naturaleza
que más me sobrecogen es el del principio de la tormenta, antes de que
descargue su lluvia sobre nosotros, con sus truenos prolongados, roncos, que
parecen permanecer en el ambiente más tiempo del imaginado; sobre todo al
atardecer, cuando el sonido de la tormenta se acompaña por la luz de los
relámpagos, que inunda el cielo con destellos luminosos entre las débiles luces
del sol que, al tiempo que cae, se oscurece por efecto de las densas nubes.
En muchas ocasiones esas tormentas
eléctricas no son solo ruido y luz, si no que vienen acompañadas de otras
sensaciones placenteras, como el olor intenso del ozono, justo antes de que
descargue la lluvia, o el fresco olor de la tierra mojada después de su paso,
cuando renace el silencio, la paz, el sosiego...
La compensación de mi amor por el estruendo
soberano de las tormentas, que de todo se enseñorea, está en mi amor por el
silencio, amor al que se refiere Azorín en este pasaje de uno de sus ensayos:
“Cervantes, que tanto había andado por el mundo, amaba el
silencio. Había vivido, en Valladolid, en un cuartito que se hallaba situado
encima de una taberna ruidosa. Y
mientras las voces resonaban en la soledad, turbando su sosiego, Miguel
ansiaría cada vez más el silencio: el silencio sedante, el silencio dulce, el
silencio que es compañero de los coloquios interiores del artista. Cuando
Cervantes pinta en El Quijote la casa del caballero del verde gabán, recordad
como hace notar que en ella reinaba
el silencio. Recordad también como adjetiva ese silencio. Maravilloso silencio, escribe Miguel”
¡¡¡Cuantas
veces habremos añorado un poco de silencio, de maravilloso silencio!!! como lo
hiciera Don Miguel en su cuartucho vallisoletano ---yo no me atrevo a tutearle,
eso solo le está permitido a los miembros del Club de los Genios---
Amo
el silencio íntimo, “bálsamo de fierabrás” de nuestras dolencias espirituales,
de nuestras ansias de recogimiento, de nuestra necesidad de soledad y de
meditación.
Amo
el silencio de los campos paseados, nunca silencio, pues siempre queda roto por
el rumor de la brisa entre la vegetación, los sonidos de animales domésticos o no, o los gorjeos de las aves.
Amo
el silencio de los templos, nuca silencio, siempre hollado por los ecos de puertas y pisadas,
de murmullos de confesión, de roce de cuentas de un rosario que se deslizan
entre los dedos de alguien que reza, o del crepitar de las velas.
Pero
amo sobre todo el más placentero, para mí, de mis silencios, el silencio
posterior a la plenitud de la tormenta, nunca silencio, cuando el viento amaina y tan solo
se escuchan el goteo de los restos de lluvia, deslizándose desde las ramas de
los árboles o desde los aleros de los tejados, y la lejana trepidación, ya
apenas audible, de la tormenta que se extingue en la distancia.
Me
refiero a Los silencios imperfectos, acogedores, “atopadizamente”
protectores, humanos; no a los silencios absolutos, pues esos solo los habrá
más allá de la muerte y para ellos deberemos esperar, deseo que por largo
tiempo, a nuestro ocaso.
Terminemos esta reflexión con Maria Callas cantado el aria "Regava nel Silenzio" de la opera Lucia di Lammermoor de Donozetti
Hola Jesús:
ResponderEliminarSi, es cierto,la soledad reconforta tras periodos de ajetreo y -como bien dices- ese "silencio sutil" y no absoluto que se percibe rodeado del mundo natural es el más bello de todos y el que nos llena de fuerza en el camino para continuar nuestra singladura.
Cuando llega la calma, se crece personal e intelectualmente -como he creído deducir de tus escritos- porque podemos disponer del preciado tiempo que tan escaso es cuando uno va entrando en los "años centrales" de la vida.
Siempre he pensado que el siglo XIX -continuación del siglo de las luces- fue intelectualmente brillante porque disponían de tiempo. Ellos disfrutaron de esa ventaja, aunque tal vez sufrieron muchas más dificultades que nosotros en otros ámbitos de la vida.
Ni el propio Ortega y Gasset en la primera mitad del XX hubiera imaginado lo que ocurriría en el XXI a raiz del desarrollo de las comunicaciones a niveles nunca imaginados. Se habría echado las manos a la cabeza con la importancia de la especialización y la imposibilidad del individuo para abarcar los campos de conocimiento que una sola persona podía aglutinar en lo que se refiere a humanidades.
Un abrazo.
Solo puedo decir que me encanta. Vivo en una ciudad. Donde hay mucho ruido y llueve poco en estos años. Hoy llueve!! Pero acabo de oir un pajarillo...tal vez acabe la tormenta que oculta los ruidos y se termino el silencio del agua. Cuanto comprendo a Don Miguel...gracias
ResponderEliminar