De todos es
conocida la lengua feraz y afilada de Don Francisco de Quevedo y Villegas (1580
– 1645), del que son famosas muchas de
sus obras satíricas, como los poemas “Erase un hombre a una nariz pegado”,
“Gracias y desgracias del ojo de culo”, “Poema de un orate en el infierno”,
etc…
Sin embargo el
Quevedo más jacarandoso y provocador aparece retratado en las anécdotas que se
le atribuyen ─ muchas y no sé si todas
ciertas ─ que dieron con sus huesos
maltrechos en el destierro o la cárcel en no pocas ocasiones.
La carrera
política de Quevedo, cuyo padre ya había disfrutado de un Oficio Real en la
Secretaría del Rey, se inicia con su estrecha amistad con el, por entonces, influyente
Pedro Téllez-Girón, el Gran Duque de Osuna, al que acompañará como secretario a
Italia en 1613, desempeñando diversas comisiones para él que le llevaron a
Niza, Venecia y finalmente de vuelta a Madrid, donde se integrará en el entorno
del Duque de Lerma, siempre con el propósito de conseguir a su amigo el Duque
de Osuna el nombramiento de virrey de Nápoles, lo que este al fin logrará en
1616.
Vuelto a
Italia de nuevo con el Duque, éste le encargó dirigir y organizar la Hacienda
del Virreinato en Nápoles, desempeñando otras misiones, algunas relacionadas
con el espionaje a la República de Venecia, aunque no directamente como se ha
creído hasta hace poco, y obtiene en recompensa el hábito de Santiago en 1618.
Caído el
grande Osuna, Quevedo es arrastrado también como uno de sus hombres de
confianza y se le destierra en 1620 a la Torre de Juan Abad (Ciudad Real), cuyo
señorío había comprado su madre con todos sus ahorros para él antes de
fallecer.
La llegada al
trono de Felipe IV, supuso para Quevedo el levantamiento del castigo de
destierro, y su acercamiento a la Corte, de tal modo que Quevedo cercano al
valimiento del Conde Duque de Olivares, acompañó al joven Monarca en viajes por
Andalucía y Aragón, y le permitió disfrutar del tan ansiado Oficio Real en la
Secretaría del Rey, con quien protagonizó algunas de sus más divertidas
anécdotas.
LA DISCULPA
La primera de
estas anécdotas atribuidas al poeta y político Quevedo, es la referente a la
polémica que mantuvo con el Rey Felipe IV, en cuya Secretaría ya mantenía
Oficio, a cerca del valor de las disculpas.
El monarca
sostenía que cualquier ofensa queda lavada por una disculpa.
El escritor
alegaba que una disculpa deshonesta, cínica o mal planteada puede resultar más
ofensiva que el hecho por el que se pide perdón.
El rey retó a
Quevedo a ofenderlo y encontrar una disculpa que resultase peor que el propio
agravio.
Apenas el Rey
se dio la vuelta, el poeta le puso las manos en las nalgas, y antes de que el
Rey dijese nada, aún no repuesto de la sorpresa, Quevedo le dijo:
“Perdón, señor, pensé que era la reina.”
SU
MAJESTAD ES COJA
Otra anécdota,
no por conocida menos atrevida, es la que nació en una taberna en la que el
poeta se encontraba sacando punta a los cotilleos y habladurías de la corte,
que acabaron señalando a la reina Mariana de Austria, segunda esposa de Felipe
IV, que sufría de cierta cojera indisimulable, apostando con sus amigos que él
sería capaz de llamar "coja" a la Reina en su propia cara sin que la
reina se ofendiese ni él mismo incurriese en grave desacato.
Al parecer, el monto de la apuesta
ascendió a "Mil dineros a los que el Marqués de Calatrava, añadiría otros
mil si el de Santiago llegaba a tener éxito en su empresa.
Allá fue, pues, nuestro ínclito personaje
a cumplir su apuesta:
Llegado el día decidido se presentó
Quevedo ante la soberana portando en su diestra una rosa y un clavel en la
siniestra.
Ahí estaba toda la corte reunida y ante
público tan noble, a modo de testigos, mostró ambas flores a la reina para que
admirara su textura y gozara de su aroma y entonces haciendo una reverencia le
declaró:
"Entre el clavel blanco y la rosa
roja, su majestad escoja"
Cuentas además que la Reina, haciendo de
tripas corazón, y aguzando su ingenio, contestó al poeta:
“Que soy coja ya lo sé, y la rosa escogeré”
Dejando al poeta desairado aunque ganador
de su apuesta.
EL
HERRADOR
En otra
ocasión se relata que el Rey Felipe IV, a quien divertían, cuando no irritaban,
las chanzas de Quevedo, le solicitó que compusiera sobre la marcha unos versos
improvisados para los que tenía gran habilidad.
Quevedo,
queriendo agradar a su Monarca, le pidió que le indicara sobre que quería los
versos, y ello con la expresión:
“Dadme pie
Majestad”
A lo que
Felipe IV, suponemos que como gracieta, en lugar de darle a alguna idea estiró
la pierna hacia él.
Quevedo al
parecer se arrodilló, tomo en sus manos el pie del Rey y recito estos versos:
“Adoptando esta postura
Me dais a entender, señor,
Que yo soy el herrador
Y vos la cabalgadura.”
Sutil manera de llamar équido, mula o acémila a su Rey.
AL REY SE LE ABREN TODAS LAS PUERTAS
En otra ocasión en la que Quevedo acompañaba al Rey subiendo las
escaleras de Palacio, se le desató el cordón de un zapato, y al agacharse a
atárselo, como se le puso el culo en pompa, le dio el rey un manotazo en el culo
para que siguiera andando, a lo que el poeta
contestó con una sonora flatulencia.
Ante tal afrenta el Rey le dijo irritado
“Hombre, Quevedo….”
A lo que el poeta contestó, aplacando el enojo del Monarca:
“¿Acaso hay alguna puerta a la que llame el rey que no le
respondan?».
¡QUE SIGA LA RUEDA!
Para
asombrarse es, también, la siguiente hazaña, recogida en el anecdotario
popular, que de ser cierta supuso un nivel de desparpajo difícilmente igualable
en las monarquías todopoderosas de aquel periodo.
Se dice
que estando un día Quevedo en palacio
sentado a la mesa real, en compañía de numerosos miembros de la nobleza, ocurrió que en mitad del banquete el
poeta volcó accidentalmente su plato sobre su compañero de mesa.
La
víctima, viendo sus ropas cubiertas de salsa, no pudo contenerse y propinó un
sonoro bofetón en el rostro del poeta, el cual no tuvo más ocurrencia que
girarse a su vez y darle un
guantazo al comensal del otro lado, que no era otro que el mismo Rey.
Los
rostros palidecieron y la sala entera cayó en un silencio sepulcral mientras
todos miraban al monarca, tieso como un mástil y con uno de sus mofletes colorado.
Pero de forma increíble Quevedo salió al paso con su habitual ingenio, y tras
sobreponerse de la sorpresa dijo:
“¡Que siga la rueda!”
provocando
la carcajada general que deshizo la tensión.
NO ESTOY EN TIERRA ESPAÑOLA MAJESTAD
La última anécdota con los Monarcas que voy a relatar es aquella en que
por algún tipo de agravio que se desconoce, tal vez alguna impertinencia mal
recibida por el Rey, este desterró a Quevedo fuera de España diciéndole:
“Quevedo, me tenéis harto, os destierro; No volváis a pisar tierra
española hasta que se os levante la pena”
El poeta se fue a Portugal y allí cargó, con dos testigos, un carro con
tierra portuguesa, y volvió a Madrid.
Al llegar a palacio, y sin descender del carro solicitó que el Monarca
saliese a una ventana para rogarle el perdón.
El Rey, indignado le soltó una reprimenda diciéndole:
“Pero como os atrevéis Quevedo a presentaros ante mí, cuando tenéis prohibido
pisar tierra española”
A lo que el poeta contestó:
“Señor no os parezca mal
Que venga a pedir perdón
Y os lo haga en el balcón.
Y es tierra de Portugal”
Afirmó señalando la tierra que había en
el carro
Al parecer la chanza hizo gracia al Rey,
que levantó el castigo.
Hay más
anécdotas que reflejan el carácter del poeta, ajenas ya a la Corte, entre ellas
traigamos estas:
EL MARIDO VENGATIVO
Se cuenta que uno de tantos maridos
agraviados por el poeta se presentó en la casa de este con un permiso real
firmado, por el cual el rey autorizaba a que ese hombre se cagase en la gran
alfombra del salón. El poeta pidió leer el permiso real antes de que le
ensuciasen la alfombra y, a continuación le dijo al marido agraviado: “No puedo
oponerme a la voluntad del rey, pero ved que aquí no dice nada de orinar. De
manera que permitiré que cague pero, si echa un mínimo chorro de orina en mi
alfombra, llamaré al alguacil para que lo pongan a buen recaudo mientras
solicito del juez una indemnización por su acción”
HASTA
POR EL CULO ME CONOCEN
En cierta ocasión estaba Quevedo cagando en una
esquina, cuando pasó una madre con su hija, y muy fina la señora, dijo al ver a
un señor con el culo al aire “qué vedo”, y Quevedo, sorprendido, dijo:
“Joder, hasta
por el culo me conocen”.
DONDE HAY UNA CRUZ NO SE MEA
Ante la extendida costumbre de la época de Quevedo,
de orinar en cualquier esquina, los vecinos solían colocar cruces en esos
lugares para evitarlo. En cierta ocasión, y no pudiendo contenerse Quevedo
orinó en una de esas esquinas señaladas con una cruz, a lo que un vecino le
recriminó
“Donde se pone una cruz no se mea”
A lo que el poeta contestó
“Donde se mea no se pone una cruz”
Pero este carácter irritante, por impertinente, prodigó
a Quevedo venganzas, castigos y enemigos, y así, en 1639, con motivo de un memorial aparecido bajo
la servilleta del Rey “Sacra,
católica, real Majestad...”, donde se denuncia la política del Conde-Duque,
se le detuvo como presunto autor de la misiva, se confiscaron sus libros y fue llevado
al frío Convento de San Marcos de León, donde estuvo encarcelado cuatro años, hasta
la caída del valido Olivares y su retirada a su Palacio de Loeches en 1643.
Ya en ese año
de 1643, achacoso y muy enfermo, Quevedo recobra la libertad, pero renuncia a
su Servicio en la Corte, para retirarse definitivamente en la Torre de Juan
Abad, y en sus cercanías, y tras escribir en su última carta que «hay cosas que
sólo son un nombre y una figura», fallece en el convento de los padres
dominicos de Villanueva de los Infantes, el 8 de septiembre de 1645.
Acabaron así
sus 65 años de genialidad impertinente.