Siempre he sido escritor de pluma estilográfica. Desde muy
joven he disfrutado el placer de emborronar papeles con mis plumas, trasladando
a ellos mis sentimientos, mis impresiones, mis reflexiones, mis alegrías, mis
tormentos...
Mi primera pluma fue una “Parker” blanca, regalo de Primera
Comunión, no sé si de nácar o de alguno de esos plásticos o baquelitas que tan
bien se hacían en los años 60 y que imitaban maravillosamente, desde mi
perspectiva de niño deslumbrado, el refulgir de la madreperla.
Aquel regalo me permitió conocer además otra de mis pasiones
de escritor primerizo: Los folios de “El Galgo”, con su marca al agua de un
galgo corredor.
Con mi pluma pronto descubrí que no todos los papeles
servían como soporte al deslizar de su plumilla, pues en la mayoría de los
casos el papel de nuestros cuadernos del colegio se emborronaba con la pluma,
absorbía más tinta de la necesaria para el trazo de la escritura y esta era, por
lo tanto, un desastre.
A diferencia del papel vulgar, los folios de “el Galgo”,
permitían trazos limpios, letra inmaculada; pareciera que lo escrito en estos
folios estaba mejor expresado, aunque gramatical o literariamente no mereciese
la pena.
Durante muchos años compré ese tipo de papel en la
papelería-librería “Pérgamo” de la calle del General Oraá de Madrid.
Lo compraba por
unidades al entonces carísimo precio de 100 folios por un duro. Todavía
recuerdo al aprendiz de la librería, o a la hija del dueño y hoy propietaria del
establecimiento, contar los folios y envolvérmelos en un fino papel de estraza.
Mis plumas fueron a lo largo de gran parte de mi infancia,
uno de mis tesoros, y a diferencia de los niños de hoy en día, que están obsesionados
por las marcas, yo, entonces, solo conocía marcas de coches o de plumas:
Parker, Cross, Sheaffer, Mont Blanc, Pelikán, Pilot, Waterman..., y las que
tenía las cuidaba, limpiaba y recargaba con esmero.
Todavía conservo algunas, simplemente por tenerlas, más que
por coleccionarlas, pues no tengo alma de coleccionista, si no, como dijera
Felipe II de su enajenado hijo, el malogrado Infante Don Carlos, de ropavejero.
En todo caso llegue a tener algunas plumas estupendas,
algunas incluso de marcas baratas y desconocidas, de esos escasos ejemplares
que deslizan su plumín sobre el papel sin arañarlo, dejando una marca de tinta
suficiente, ni poca ni mucha, en cada trazo; que no manchan los dedos con fugas
inoportunas y con carga suficiente para no quedarte sin tinta en el momento más
inapropiado.
Solo estas plumas permiten al escritor disfrutar la
sensación de la escritura como prolongación del propio espíritu sobre el papel
inmaculado.
La experiencia física del placer de la escritura
difícilmente se da en otros casos, en los que la escritura solo adquiere la
categoría de placer espiritual.
Las plumas que no
cumplían aquellos requisitos, que eran la mayoría, se usaban por breve tiempo y
pasaban a los anaqueles.
Esas plumas y aquel papel fueron, por lo demás, los primeros
instrumentos de mi siempre buscada y nunca alcanzada creatividad literaria,
pues con ellos compuse mis primeros poemas adolescentes, escribí mis primeras
cartas de amor y di rienda suelta a mi imaginación y a mis primeras
reflexiones.
Sin embargo, aunque pueda parecer mentira, he abdicado de mi
pasión por el instrumento gráfico de mis anhelos, y ahora escribo con los dedos
recorriendo torpemente el teclado de mi ordenador.
Me he convertido en
un teclista aplicado, de dos dedos por mano, pero de suficiente rapidez para
mis propósitos, y además no me preocupan los errores o incluso las malas
redacciones, pues este invento te permite recorrer lo escrito y readaptarlo o
corregirlo sin tener que repetir lo anterior o lo posterior, lo cual no deja de
ser bastante cómodo.
Durante tiempo conservé el hábito de llevar una de mis
plumas conmigo.
Sin embargo, en poco tiempo comprobé lo inútil del empeño,
pues cualquier firma en un resguardo de una tarjeta de crédito, en un
formulario del banco, en un impreso de la administración, con sus duplicados “autocopiativos”
o su papel reciclado, hacían inútil el instrumento en cuestión, y siempre tenía
que pedir prestado un insulso bolígrafo, ese invento del húngaro Ladislao Biró,
que en Argentina y en su honor siguen llamando “la biróme”,
mucho más útil para tales menesteres.
No obstante, en mi despacho sigo teniendo, siempre, un
paquete de papel de alto gramaje similar al antiguo de “el galgo” ─ no el reciclado
que todos usamos con las impresoras de nuestros equipos informáticos─ y una o
dos plumas limpias y cargadas, dispuestas a que las deje secas a fuerza de
inspiración.
Pero incluso esta costumbre, que me niego a retirar al
estante de los recuerdos, es ya de utilidad alguna, pues en cuanto llevo tres o
cuatro folios escritos con alguna de mis plumas se me empiezan a entumecer los
dedos de la mano, desacostumbrados al ejercicio de la escritura manual, y acabo
dejándolo por imposible y retornando al sufrido teclado, que por unos instantes
recibe mi ira contenida en forma de golpes, golpecitos, desacompasados.
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