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martes, 19 de mayo de 2020

CARAMBOLA



Comprendo que las reflexiones en torno al destino trascendental del hombre puedan llegar a ser cansinas.

Incluso que a alguno de mis lectores les moleste, o rechacen, las lecturas sobre ese destino trascendental.

       Pero como dicen muchos pensadores, la muerte es la razón de la existencia del hombre, el impulso de todas las aspiraciones y la meta de todas las vidas.

Pero hoy, al hilo de algunas reflexiones recibidas de varios de mis contertulios, quiero aportar algunas reflexiones en relación con esa realidad terrible e inexorable que es “La Parca”.

Hace algún tiempo recibí, de un buen amigo, un bello escrito referente a la muerte, del que reproduzco estas frases:

Personalmente te diré que llevo todo el invierno preparando mi enterramiento (en una capilla familiar que se acondiciona), y me ha invadido durante todo este tiempo que han durado las obras, una curiosa sensación de paz, una especie de coloquio con la muerte, de tu a tu, observando fascinado mi columbario, el nicho vacío, algún día destinado a mis restos.
También me invadió la idea de morir, como una invitación agradable a un mundo de paz y descanso, donde el Dios/Amor tiene pleno sentido y tiende su mano para que vayas con Él. La promesa de la Resurrección de la carne, qué gran misterio.
El hombre es hombre cuando tiene un sentido trascendente de su existencia. Ahí está también el origen de la cultura.” [1]


Hay dos posibles actitudes ante la muerte, y al menos dos formas de aproximarse a ella.

En primer lugar la actitud negativa ante cualquier posibilidad de acercamiento a esa realidad atemorizadora, su negación o mejor su elusión permanente. Sabemos que la muerte está ahí, pero no queremos nada con ella, ni tan siquiera plantearnos que implicará en su momento para nosotros mismos.

Shakespeare nos dice al respecto, por boca de Julio Cesar:

“¡Los cobardes mueren varias veces antes de expirar! ¡El valiente nunca saborea la muerte sino una vez! ¡De todas las maravillas que he oído, la que mayor asombro me causa es que los hombres tengan miedo! ¡Visto que la muerte es un fin necesario, cuando haya de venir, vendrá!”

Ante esa actitud elusiva, tan generalizada, caben otra bien diferente que es la de tratar de contemplar la realidad de la muerte en un proceso intelectual, mas que racional, pues la razón difícilmente puede sentar plaza frente a una realidad empíricamente inabordable.

Y dentro de esta segunda actitud, caben dos diferentes aproximaciones a ella:

La de la certeza de la “nada” después de la muerte, con todas las implicaciones que ello conlleva.

Y la de la certeza de la existencia trascendental del hombre, con las implicaciones que de ello a su vez se derivan.

       No se, nunca me ha preocupado saberlo, si el gran poeta José Hierro es o no creyente, pero me llama la atención uno de sus sonetos, cuya última estrofa nos dice, descorazonadoramente:

“Que más da que la nada fuera nada,

si más nada será, después de todo.

Después de tanto todo para nada.”

En cualquier caso el hombre prudente debe adoptar ante la realidad de la muerte, esa temida realidad que nos agobia,  una actitud de serena contemplación, ya que si creyentes, la muerte implicará que estaremos ante la Divina Presencia, en “un mundo de paz y descanso” como nos decía mi amigo en sus líneas y nada ocupará nuestra mente sino el Gozo; y si ateos, nada habremos de temer, pues en la nada ─ esa nada total descrita por Hierro ─ no habrá nada, ni tan siquiera sufrimiento ni conciencia del dolor o del olvido.

Desde esa actitud, la existencia de Dios no actúa si no como un hálito de esperanza, una bocanada de luz, llevándonos a la consideración de que nuestra vida terrenal no ha sido una pérdida de tiempo, pues, en otro caso, de nosotros solo quedarían en la posteridad los genes transmitidos, si acaso, a generaciones venidas y venideras, tan solo eso y un resto de polvo orgánico, detritus de nuestra existencia material.

Otro de mis destinatarios [1] me contesta a mi último artículo “El Infierno” con estas palabras:

“Querido Jesús no te olvides del miedo, de la venganza impotente y de aquella frase de Nietzsche al ver la crueldad, arrebatada, gratuita o simplemente mandada por la sobrevivencia: “algunas veces la única justificación de Dios es que no exista….”

No quiero compartir sus reflexiones, me opongo a la conclusión del gran pensador prusiano; Elijo acercarme a la existencia de Dios, exista o no exista, como dice otro [1] (un tercero) de mis, ya contertulios:

“Cuando tienes problemas considerables, cuando se oscurecen los escenarios, cuando buscas, con poco éxito, ciertos objetivos... cuando te golpea el dolor, persistente..., te persigue una sutil tristeza...; hay que pedir ayuda, comprensión, escucha...dirigiendo nuestra mirada, creas o no creas en Dios, a la gran Fuerza que está en el trasfondo de todo..., exista o no exista, es nuestra única posibilidad....”

Prefiero pensar, aunque solo sea por ser la opción más poética, en una existencia trascendental venidera, y si ha de serlo desacralizadamente, al menos pensemos que nuestra fuerza espiritual, la energía que ha configurado los chispazos de nuestro entramado neuronal, pasará con personalidad propia y unívoca a sumarse al “Todo” existencial.

La materia y la energía no desaparecen, tan solo se transforman. Y en esa verdad científica está, precisamente, y desde un punto de vista estrictamente empírico, la razón de mi creencia en la existencia trascendental del hombre.

Me niego a aceptar que todas mis vivencias, mis recuerdos, mis sensaciones, mis emociones, mis placeres, mis dolores, mi vida humana, en fin, tenga por único destino la desintegración en unidades de materia inconexas y en energía “cósmica” disuelta.

Si tan solo fuésemos el fruto de una incomprensible, por excesiva, casualidad cósmica, fruto de la conjunción de infinitas casualidades anteriores producidas desde el momento primigenio del “Big Bang”, en tal caso, la existencia del hombre, con su cualidad intelectual intrínseca, sería una carambola excesivamente cruel del Universo.

Por eso creo en la vida del más allá, en donde Dios misericordioso nos acogerá en su seno, y por eso, el día de mi muerte, no os diré adiós, sino hasta pronto.
 


[1] Las referencias a los escritos que me remiten alguno de mis amigos están hechas sin expresión del nombre del remitente por una cuestión de estricto respeto. Me mandan sus escritos a mi personalmente y no a la pluralidad de destinatarios a los que yo me dirijo, y por lo tanto, por pura discreción, entiendo que no quieren ver sus nombres públicamente manifestados. Y así seguirán mientras los interesados no me digan lo contrario

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