Comprendo que las reflexiones en torno al destino
trascendental del hombre puedan llegar a ser cansinas.
Incluso que a alguno de mis lectores les moleste, o rechacen,
las lecturas sobre ese destino trascendental.
Pero
como dicen muchos pensadores, la muerte es la razón de la existencia del
hombre, el impulso de todas las aspiraciones y la meta de todas las vidas.
Pero hoy, al hilo de algunas reflexiones recibidas
de varios de mis contertulios, quiero aportar algunas reflexiones en relación
con esa realidad terrible e inexorable que es “La Parca”.
Hace algún tiempo recibí, de un buen amigo, un
bello escrito referente a la muerte, del que reproduzco estas frases:
“Personalmente te diré que llevo todo el invierno preparando mi
enterramiento (en una capilla familiar que se acondiciona), y me ha invadido
durante todo este tiempo que han durado las obras, una curiosa sensación de
paz, una especie de coloquio con la muerte, de tu a tu, observando fascinado mi
columbario, el nicho vacío, algún día destinado a mis restos.
También me invadió la idea de morir, como una invitación agradable a un
mundo de paz y descanso, donde el Dios/Amor tiene pleno sentido y tiende su
mano para que vayas con Él. La promesa de la Resurrección de la carne, qué gran
misterio.
El hombre es hombre cuando tiene un sentido trascendente de su
existencia. Ahí está también el origen de la cultura.” [1]
Hay dos posibles actitudes ante la muerte, y al menos dos
formas de aproximarse a ella.
En primer lugar la actitud negativa ante cualquier
posibilidad de acercamiento a esa realidad atemorizadora, su negación o mejor
su elusión permanente. Sabemos que la muerte está ahí, pero no queremos nada
con ella, ni tan siquiera plantearnos que implicará en su momento para nosotros
mismos.
Shakespeare nos dice al respecto, por boca de Julio
Cesar:
“¡Los cobardes mueren
varias veces antes de expirar! ¡El valiente nunca saborea la muerte sino una
vez! ¡De todas las maravillas que he oído, la que mayor asombro me causa es que
los hombres tengan miedo! ¡Visto que la muerte es un fin necesario, cuando haya
de venir, vendrá!”
Ante esa actitud elusiva, tan generalizada, caben otra bien
diferente que es la de tratar de contemplar la realidad de la muerte en un
proceso intelectual, mas que racional, pues la razón difícilmente puede sentar
plaza frente a una realidad empíricamente inabordable.
Y dentro de esta segunda actitud, caben dos diferentes
aproximaciones a ella:
La de la certeza de la “nada” después de la muerte, con todas
las implicaciones que ello conlleva.
Y la de la certeza de la existencia trascendental del hombre,
con las implicaciones que de ello a su vez se derivan.
No se,
nunca me ha preocupado saberlo, si el gran poeta José Hierro es o no creyente,
pero me llama la atención uno de sus sonetos, cuya última estrofa nos dice,
descorazonadoramente:
“Que más da que la nada fuera nada,
si más nada será, después de todo.
Después de tanto todo para
nada.”
En cualquier caso el hombre prudente debe adoptar ante la
realidad de la muerte, esa temida realidad que nos agobia, una actitud de serena contemplación, ya que
si creyentes, la muerte implicará que estaremos ante la Divina Presencia, en
“un mundo de paz y descanso” como nos decía mi amigo en sus líneas y nada
ocupará nuestra mente sino el Gozo; y si ateos, nada habremos de temer, pues en
la nada ─ esa nada total descrita por Hierro ─ no habrá nada, ni tan siquiera
sufrimiento ni conciencia del dolor o del olvido.
Desde esa actitud, la existencia de Dios no actúa
si no como un hálito de esperanza, una bocanada de luz, llevándonos a la
consideración de que nuestra vida terrenal no ha sido una pérdida de tiempo,
pues, en otro caso, de nosotros solo quedarían en la posteridad los genes
transmitidos, si acaso, a generaciones venidas y venideras, tan solo eso y un
resto de polvo orgánico, detritus de nuestra existencia material.
Otro de mis
destinatarios [1] me contesta a mi último artículo “El Infierno” con
estas palabras:
“Querido Jesús
no te olvides del miedo, de la venganza impotente y de aquella frase de
Nietzsche al ver la crueldad, arrebatada, gratuita o simplemente mandada por la
sobrevivencia: “algunas veces la única justificación de Dios es que no
exista….”
No quiero compartir sus
reflexiones, me opongo a la conclusión del gran pensador prusiano; Elijo
acercarme a la existencia de Dios, exista o no exista, como dice otro [1]
(un tercero) de mis, ya contertulios:
“Cuando tienes problemas considerables, cuando se oscurecen los escenarios,
cuando buscas, con poco éxito, ciertos objetivos... cuando te golpea el dolor,
persistente..., te persigue una sutil tristeza...; hay que pedir ayuda,
comprensión, escucha...dirigiendo nuestra mirada, creas o no creas en Dios, a
la gran Fuerza que está en el trasfondo de todo..., exista o no exista, es
nuestra única posibilidad....”
Prefiero
pensar, aunque solo sea por ser la opción más poética, en una existencia
trascendental venidera, y si ha de serlo desacralizadamente, al menos pensemos
que nuestra fuerza espiritual, la energía que ha configurado los chispazos de
nuestro entramado neuronal, pasará con personalidad propia y unívoca a sumarse
al “Todo” existencial.
La materia y
la energía no desaparecen, tan solo se transforman. Y en esa verdad científica
está, precisamente, y desde un punto de vista estrictamente empírico, la razón
de mi creencia en la existencia trascendental del hombre.
Me niego a
aceptar que todas mis vivencias, mis recuerdos, mis sensaciones, mis emociones,
mis placeres, mis dolores, mi vida humana, en fin, tenga por único destino la
desintegración en unidades de materia inconexas y en energía “cósmica”
disuelta.
Si tan solo
fuésemos el fruto de una incomprensible, por excesiva, casualidad cósmica,
fruto de la conjunción de infinitas casualidades anteriores producidas desde el
momento primigenio del “Big Bang”, en tal caso, la existencia del hombre, con
su cualidad intelectual intrínseca, sería una carambola excesivamente cruel del
Universo.
Por eso creo en la vida del más allá, en donde Dios misericordioso nos acogerá en su seno, y por eso, el día de mi muerte, no os diré adiós, sino hasta pronto.
Por eso creo en la vida del más allá, en donde Dios misericordioso nos acogerá en su seno, y por eso, el día de mi muerte, no os diré adiós, sino hasta pronto.
[1] Las
referencias a los escritos que me remiten alguno de mis amigos están hechas sin
expresión del nombre del remitente por una cuestión de estricto respeto. Me mandan
sus escritos a mi personalmente y no a la pluralidad de destinatarios a los que
yo me dirijo, y por lo tanto, por pura discreción, entiendo que no quieren ver
sus nombres públicamente manifestados. Y así seguirán mientras los interesados
no me digan lo contrario
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