Desde pequeño he sentido una admiración inmensa, una malsana
envidia, acrecentada por los años de frustración, hacia las personas que se
acuerdan de todas y cada una de las demás que han conocido a lo largo de su
vida, y es más, las identifican por su
nombre y apellido con memoria exquisita de sus distintas circunstancias
personales, familiares y laborales.
Es esta una habilidad personal que me falta y que he añorado
permanentemente.
Envidio la sensación de seguridad que debe dar entrar en una
sala repleta de gente y pensar: allí esta Cayo, el Notario, con su mujer
Agripa, ya repuesta de su ataque de lumbago; y allá Casio el Banquero y su
ayudante Publio, y allá más al fondo mi compañero de partido de golf de hace
dos semanas, Bruto, el dentista y un poco más a su derecha Nepociano...
A diferencia de esta gente, tan apreciada socialmente, somos
otros muchos los que no recordamos, nunca, una sola cara, una sola anécdota de
nuestro interlocutor, y que nos sentimos azorados cuando, con inmenso
desparpajo, alguien, propietario de tan envidiada habilidad y en ese momento
totalmente desconocido para nosotros, nos saluda por nuestro nombre de pila y
nos pregunta, con exacto conocimiento, a cerca de aspectos que creíamos íntimos
de nuestra existencia.
¡¡¡ Hombre
Jesús, que alegría encontrarte por aquí ¡¡¡, Por cierto ¿qué tal está tu madre
después de su caída?
Nosotros, por el contrario, debemos recurrir a argucias, una
y otra vez ensayadas, para no ofender con nuestro desconocimiento a nuestro
interlocutor, sobre todo después de la familiaridad con la que nos ha saludado:
“Hombre si, yo también me alegro mucho de
verte, ¿qué tal todo?”
Para evitar preguntar por la familia, pues no sabemos si la
tiene o no, o si acaba de divorciarse, o por el trabajo, pues desconocemos si
el interlocutor es un rentista o un exitoso profesional o acaba de ser
despedido de su trabajo....
Lo malo de la situación es que después de un buen rato, y de
haberle preguntado a tu amigo el anfitrión, sales de dudas y encima con
sensación de que te han madrugado:
“Si hombre si, no te acuerdas, es Sexto
Appio Catón; Encantador. Te lo presenté hace tres meses en casa de Lucio Cayo
Macrino. Me acuerdo perfectamente porque es traumatólogo y comentamos la
fractura de cadera de tu madre.”
Un viejo amigo me decía hace algún tiempo, resignado ante su
ineptitud social en este sentido:
“Yo ya no quiero
que me presenten a más gente, Jesús; ¿para que?, si después nunca me acuerdo de
nadie.”
Creo sinceramente que, en un alarde de espíritu igualitario,
pues es socialmente injusto y discriminatorio que algunos gocen de esa
habilidad y otros no, habría que imponer la práctica de la “despresentación”.
Así, si te presentan
a alguien en algún momento, podrías charlar tranquilamente con ese alguien
circunstancialmente, y sin temores, pues después, si su conocimiento te resulta
intrascendente, podrías pedir al introductor del sujeto que te lo “despresente”
y aquí paz y después gloria, sin compromiso social de ninguna clase.
Además, así, se podría hacer realidad el aforismo de
Nietzche:
“La ventaja de la
mala memoria es que nos permite disfrutar varias veces, por primera vez, de las
cosas ya conocidas pero olvidadas.”
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