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martes, 14 de julio de 2020

LOS IRREDENTOS

                        Tumba de Voltaire en Les Invalides de Paris

                Mis miserias físicas me impiden escribir con mayor asiduidad, y me transportan, a modo de ejercicios espirituales, a una mayor trascendencia en mis reflexiones heteróclitas, supongo que con gran pesar de mis sufridos lectores y desahogo de mis pasiones.

            Los volterianos, es decir, los seguidores filosóficos de François Marie Arouet, llamado “Voltaire”, se declaran muy suyos en lo referente a la figura de DIOS, pues no en balde no creen en el Dios de los Cristianos ni en su encarnación, ni, portanto, no creen en el mensaje evangélico, por lo que cualquier referencia a ÉL les resulta intrascendente.

        Si el Dios de los cristianos no existe y no se ha encarnado, ¿qué se va entonces a comentar del mismo?

Nada

            Ya en 1734, en famosa obra "Cartas filosóficas", acusó Voltaire al cristianismo de ser la raíz de todo fanatismo dogmático, lo que reiteró posteriormente de la fe musulmana en su obra “Mahoma o el fanatismo” escrita en 1742. 

            Vamos... que las religiones monoteístas, las llamadas “de Libro”, no producían especial simpatía en el sabio parisino.

        Según las enseñanzas de Voltaire, la labor del hombre ha de ser la de tomar su destino en sus manos y mejorar su condición mediante la ciencia y la técnica, y embellecer su vida, en lo posible, gracias a las artes.

        Como se ve, en sus planteamientos filosóficos Voltaire prescinde de Dios, más en cuanto a su papel que en cuanto a su existencia, pues Voltaire no se declara ateo sino deísta y entiende que al igual que el reloj presupone la existencia del relojero, el universo implicaría la existencia de un "eterno geómetra".

        Sin embargo, al igual que el relojero carece de papel o influencia alguna en los acontecimientos que ocurran durante el tiempo medido por su artilugio, Voltaire tampoco cree en la intervención divina en los asuntos humanos o terrenales y denuncia el providencialismo en su cuento filosófico “Cándido o el optimismo” escrito en 1759. 

    Y fue siempre un ferviente opositor de la Iglesia católica, símbolo, según él, de la intolerancia y de la injusticia, sin valorar, en modo alguno, la influencia que el Cristianismo ha tenido en endulzar la dura filosofía romana o la barbarie de las tríbus germánicas que contribuyeron, junto con Roma, a la creación espiritual de la Europa Occidental.

        Nos encontramos así ante un agnóstico que se aleja de las concepciones religiosas que dan sentido a la fe y las creencias que han venido sustentando y desarrollando el Cristianismo durante los últimos dos mil años, y que constituye la base de la sociedad occidental Europea desde las posiciones católicas, protestantes y agnósticas.

        Lamento estar cerca de Voltaire cuando afirma que:

“La labor del hombre es tomar su destino en sus manos y mejorar su condición mediante la ciencia y la técnica, y embellecer su vida gracias a las artes.”

y estoy muy alejado de él cuando niega la existencia de un Dios omnipresente, humanizado, bondadoso hasta el sacrificio redentor y amante de sus propias criaturas humanas.

        En el fondo, si aceptamos los planteamientos de Voltaire, su monumental tumba en “El Panteón de Les Invalides” de París no sería más que un pétreo y frío homenaje a sus ideas, hoy ya superadas, por los desarrollos que sobre las mismas han realizado filósofos y políticos a lo largo de los últimos doscientos años, es decir, no sería más que un monumento en recuerdo a la nada en que el propio François Marie se habría convertido.

        Comprendo que no es fácil, desde el punto de vista de la ciencia, o del pensamiento intelectual, sino solamente desde los postulados de la fe, defender la idea de ese Dios de los Cristianos al que he definido como Dios omnipresente, humanizado, bondadoso hasta el sacrificio redentor y amante de sus propias criaturas humanas.

        Pero mi fe, que no es sino fruto de la educación recibida de mis padres en el contexto social en el que me he criado y crecido, me lleva a formular su existencia, su verdad y su presencia real en nuestras vidas.

        Me niego a engrosar la lista de quienes creen que después de la muerte no hay nada y que somos el fruto de una mera carambola cósmica.

        Me niego a engrosar, así, la lista de quienes se perciben y reconocen a sí mismos como irredimibles desde el momento en que sus padres les infligiesen la vida como una experiencia estrictamente terrenal, desesperanzada, fútil y a término.

    Pensar que la vida se limita al mero deseo de mejorar el mundo, sin destino trascendente más allá de ello, me resulta insuficiente.

        En uno de mis escritos anteriores ya decía que:

    “La materia y la energía no desaparecen, tan solo se transforman. Y en esa verdad científica está, precisamente, y desde un punto de vista estrictamente empírico, la razón de mi creencia en la existencia trascendental del hombre. Me niego a aceptar que todas mis vivencias, mis recuerdos, mis sensaciones, mis emociones, mis placeres, mis dolores, mi vida humana, en fin, tenga por único destino la desintegración en unidades de materia inconexas y en energía “cósmica” disuelta".

    Si tan solo fuésemos el fruto de una incomprensible, por excesiva, casualidad cósmica, infinita, fruto de la conjunción de infinitas casualidades anteriores producidas desde el momento primigenio del “Big Bang”, en tal caso, la existencia del hombre, con su cualidad intelectual intrínseca, sería una carambola excesivamente cruel del Universo.

        Uno de mis amigos “volterianos” me decía, a cuenta de otro de mis escritos referido a la existencia de Dios y del Infierno:

“Querido Jesús no te olvides del miedo, de la venganza impotente y de aquella frase de Nietzsche al ver la crueldad, arrebatada, gratuita o simplemente mandada por la supervivencia: “algunas veces la única justificación de Dios es que no exista….”

        No quiero, tampoco, compartir estas reflexiones; Me opongo a la conclusión desesperanzada del gran pensador prusiano; Elijo acercarme a la existencia de Dios, aunque tal acercamiento sea contrario a todas las leyes de la razón y de la ciencia materialistas. 

    Estoy en ello más cerca de Tertuliano que de los racionalistas, pues "Credo quia absurdum"

    Al menos esta postura me permite abrigar alguna “Esperanza” en los términos tan compleja pero maravillosamente expresados por el Papa Benedicto XVI en su encíclica “Spe Salvi”.

    Sartre hizo famosa la expresión “El infierno son los otros” como una de las manifestaciones más certeras de las posiciones del nihilismo marxista de mediados del siglo XX.

            Frente a esa consideración el Papa Ratzinger ya en 1968 contestaba que no, que “El infierno es estar solo” pues el miedo de cualquier ser humano ante la muerte no es sino “el miedo a estar a solas con la muerte, la siniestra sensación de la soledad en si misma”.

        Últimamente algunos periodistas poco formados (EL PAIS) han informado que el Papa Ratzinger se ha apartado de las teorías del Papa Juan Pablo II, pues este decía que el infierno no existe como lugar, mientras que Benedicto XVI ha dicho recientemente, ante una reunión de párrocos
romanos que “el infierno existe y es eterno”.

        Nada más lejos de la realidad, pues las concepciones de ambos Papas en relación con el infierno son coherentes y complementarias.

        Recientemente se ha publicado en Roma bajo el título “Porqué Continuamos en la Iglesia”, con la recopilación de artículos teológicos de Ratzinger antes de acceder al papado.

        En uno de dichos artículos, precisamente llamado “El infierno es estar solo” Ratzinger nos dice:

“Si existiese (después de la muerte) una suspensión de la existencia tan grave que en ese lugar (o situación) no pudiera haber ningún tú, entonces tendría lugar esa verdadera y total soledad que el teólogo llama infierno”

        Para concluir afirmando:

“Una cosa es cierta, hay una noche a cuyo abandono no llega ninguna voz; hay una puerta que podemos atravesar sólo en soledad: la puerta de la muerte. La muerte es la soledad por antonomasia. Aquella soledad en la cual el amor no puede penetrar es el infierno. Sin embargo Cristo ha atravesado la puerta de nuestra última soledad; con su Pasión ha entrado en el abismo de nuestro ser abandonado. Allí donde no se podía escuchar ninguna voz. Allí está Él. De este modo el infierno, la muerte que antes era el infierno, ya no lo es más. El infierno, así, es o una renuncia voluntaria
(el deseo de permanecer irredento) o como dice la Biblia, la segunda muerte.”

        De tal modo y manera que como dijera en mi escrito "La Alteridad, Yo y los Otros"” la formulación cartesiana del “yo” “Pienso luego existo”, sin relación alguna con los demás, con los otros, llevaría a un concepto de “Yo” que no sería sino una realidad capaz de auto pensarse, pero vacía de mayor contenido, y que solamente cobraría sentido en relación con la existencia de ese otro Tu que sería el Dios creador.

        Desde esta perspectiva, la única expresión posible del “yo” se da en el encuentro con el otro, en la inter subjetividad, de la que emana el concepto mismo de “yo” y todas sus manifestaciones, desde el propio reconocimiento de uno mismo, en contraposición a los otros, aunque ese otro sea tan sólo Dios. y si esa alteridad no existiese, no existiría el "Yo"

        Y por lo tanto la inexistencia de otro en la soledad profunda de la muerte, la no presencia, incluso, del Cristo Redentor, la absoluta soledad a la que se refiere Ratzinger como infierno, implicaría la desaparición del "Yo", la nada, una “segunda muerte” según la expresión Bíblica.

            La condena pues al infierno no sería sino la condena a la absoluta soledad, sinónimo de inexistencia, de no resurrección, a la que se verían abocados los Irredentos.

    Hasta Bergoglio, con el que ya sabéis que coincido poco, manifestó recientemente, en entrevista concedida al periodista Italiano Eugenio Scalfarí, del diario La Republlica, que:
 
"El infierno no existe; lo que existe es la desaparición de las almas pecadoras"
 
        De tal modo podemos concluir creyendo que en Infierno existe, no como un lugar, sino como una situación eterna e irreversible, que no sería sino la situación de absoluta soledad de los condenados, su no resurrección, su desaparición perpetua.

    Y, ¿que mayor castigo que la conciencia del destino a la desaparición, a la nada, sabiendo que la conjunción con la Gloria hubiera sido posible, en un instante puntual, pero que se convierte en eterno en una dimensión en que no existe el tiempo?

    Tal la trascendencia de esta reflexión, que sólo me atrevo a finalizarla con el "Lacrimosa" de la Misa de Requiem de Mozart.


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