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miércoles, 8 de enero de 2025

Y... ¿A DÓNDE VAMOS

 

Es una pregunta recurrente la de determinar hacia donde vamos en nuestra vida.

No es fácil, en ocasiones, dar una respuesta a tal cuestión.

La primera respuesta a tal cuestión, como individuos, es incontestable: Hacia la muerte.

Junto a ello, como destino inevitable, debemos responder hacia donde vamos en la vida.

Y aquí se nos complican las cosas.

Todos los filósofos, a lo largo de la Historia del Pensamiento, han tratado de responder esa pregunta junto a la de “de donde venimos” y la de “quienes somos en realidad”.

Y las opiniones lo son para todos los gustos.

Así que vamos a recoger algunas de esas opiniones

Dejando a un lado las trascendentales preguntas kantianas, probablemente las tres cuestiones que más se asocian a la filosofía son “¿quiénes somos?”, “¿de dónde venimos?” y “¿hacia dónde vamos”.

Trío de dudas que bien pudiera resumirse también en el famoso “¿qué es el hombre?” Para el cual, hoy más que nunca, carecemos de verdaderas respuestas.

En conclusión, la pregunta ¿A dónde VAMOS? es una pregunta por el sentido de la vida, es resumen y resultado de una sospecha incómoda de que tal o cual actividad carecían de sentido

En la época de Kant, sumida en un fijismo antropológico y biológico, las citadas preguntas quedaban circunscritas a un ámbito más espiritual que físico.

Si bien, con la aparición, primero, del Hegelianismo y su concepción dialéctica de la realidad, y, después, del Darwinismo y su Teoría de la evolución de las especies, la cuestión se complicó para abarcar tanto la problemática física como anímica.

Ya no solo se trataba de entender qué era el hombre, sino que, además, tenía que enfrentarse, ni más ni menos, que al vértigo de una realidad propia que era transitoria y estaba enclavada y supeditada a un proceso de constante cambio que lo arrastra indefectiblemente con él.

En sí, y hasta donde sabemos, los humanos no son ya más que una variante zoológica relativamente reciente y sofisticada, con virtudes y defectos a nivel adaptativo, del amplio árbol de la vida en la Tierra, pero con un futuro tan frágil como el de cualquier otro ente viviente.

Realidad que, de habitual, suele ser versátil pero pragmática, donde la simplicidad organizativa y funcional suele primar sobre la complejidad en sus formas.

Jean-Paul Sartre, y el existencialismo, hacen hincapié en los conceptos de “ser” y “circunstancias”.

 Ello me lleva a la pregunta

 ¿En qué se basa, realmente, la existencia del individuo? ¿Dónde aparece la razón y hacia dónde nos dirige esta, en nuestra relación con el mundo?

 En mi búsqueda de respuestas me topé, con el nihilismo de Nietzsche, que me llevó, de una manera indirecta, al pesimismo de Schopenhauer, y del pesimismo de Schopenhauer, fui de él a Heidegger y, de Heidegger, finalmente a la literatura de Sartre.

 Mi primer encuentro con Sartre fue con La puta respetuosa.

 Un poco más tarde, me topé con un ejemplar de La Náusea.

 Fue entonces cuando comenzó mi verdadero interés por la filosofía del francés.

  Comprendí que para Sartre, el hombre tiene que ser libre para elegir, pues en el momento en que se le priva de ese derecho deja automáticamente de ser.

         Me explicaré mejor.

 Sartre analiza la problemática de dicha libertad dividiendo al individuo en ser en síser para sí ser para otro.

 Digamos que el ser en sí es la voz de la conciencia rechazando la materialización de las cosas, pues son las mismas las que nos acaban simplificando.

 Así lo dice Roquetin, personaje principal en La Náusea:

 “Las cosas se han desembarazado de sus nombres. Están ahí, grotescas, obstinadas, gigantes, y parece imbécil llamadas banquetas o decir cualquier cosa de ellas; estoy en medio de las Cosas, las innominables”.

 Sólo, sin palabras y sin defensa, las Cosas me rodean, Debajo de mí, detrás de mí, sobre mí. No exigen nada, no se imponen; están ahí.

         Las Cosas existen para nosotros como meros elementos decorativos.

 Lo que es tiene que ser, porque tiene una representación física.

 Así retomamos la frase de Ortega y Gasset para darle a su idea de las Circunstancias, el significado del concepto sartriano de las Cosas.

         No es de extrañar que en el ser para sí, el asunto se complique hasta el punto de envolver al hombre en una vorágine de reflexiones, donde se cuestiona a sí mismo por qué tiene conciencia.

 ¿Por qué tenemos conciencia?

 ¿Quién no se ha angustiado, de pronto, una mañana, por el mero hecho de existir?

  Nosotros estamos, podemos vernos, sentirnos, tocarnos, por lo que somos del mundo parte del ser en sí.

 Por eso Sartre dice que, cuando esta sensación aparece, el hombre se encamina hacia un conflicto interno que acaba en una guerra contra su propia naturaleza: “sí, es eso, es eso; una especie de náusea en las manos”.

 La Náusea aparece de forma repentina y, por desgracia, uno no se puede librar fácilmente de ella.

         Por ejemplo, soy yo quien mantiene esta especie de rumia dolorosa: existo.

 Yo. El cuerpo, una vez que ha empezado, vive solo.

 Pero soy yo quien continúa, quien desenvuelve el pensamiento.

 Existo. Pienso que existo. ¡Oh, qué larga serpentina es esa sensación de existir! Y la desenvuelvo muy despacito… ¡Si pudiera dejar de pensar!

 Mi pensamiento es yo, por eso no puedo detenerme.

 Yo existo porque pienso… y no puedo dejar de pensar.

      Yo, yo me saco de la nada a la que aspiro; el odio, el asco de existir son otras tantas maneras de hacerme existir, de hundirme en la existencia.

 Se podría decir que se trata de un extrañamiento que conduce a la búsqueda insaciable de la libertad absoluta, produciendo esa incapacidad de adaptación en el mundo en que vivimos.

 Ya lo decía Eclesiastés (1:18):

“Porque en la mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia, añade dolor”.

 Aprender a coexistir en un mundo que solamente nos produce sufrimiento es, para Sartre, un método de supervivencia.

 Algo similar defiende Schopenhauer cuando alega que, en el momento en el que se acepta la voluntad, aparece la Nada.

       Sobrevivir es también parte de la problemática del ser para otro.

      Para que no resulte demasiado lioso, diré que, en esta ocasión, es el prójimo el enemigo del individuo, es decir, quien entorpece la virtud del hombre, empequeñeciéndola hasta hacerla insignificante.

 Esto se ve bastante ejemplificado en la obra teatral A puerta cerrada, donde el extrañamiento se produce por el concepto del espacio.

 Garcín, Inés y Estelle, tras morir, tienen que permanecer en la misma habitación toda la eternidad.

 Y finalmente es Garcín quien afirma que “el infierno son los demás” aquello que imposibilita la libertad de ser y de elección, porque son los otros quienes, con un simple gesto o una palabra, hacen que la existencia y la autenticidad del individuo se deshagan, convirtiéndolo en un mero proyecto obligado siempre a intentar construirse a sí mismo.

El siguiente autor a quien quiero referirme es G.K.Chesterton, señor del arte de la paradoja y luz del catolicismo inteligente, puede asignársele la hermosa frase que Novalis escribió en su novela “Enrique de Ofterdingen”:

«¿A dónde vamos? A casa, siempre a casa».

Al margen de su colosal ingenio, de su envidiable sentido del humor y de sus altas dotes como polemista y defensor de sus ideas, en sus escritos siempre se saborea un sustrato nostálgico que tiene que ver con su naturaleza espiritual y con la certeza de que la Modernidad expresaba una aspiración que muy pronto se convirtió en estafa.

El escepticismo del Chesterton no era gratuito.

Conviene recordarlo: a pesar de derribar al Antiguo Régimen y fundar los valores republicanos, la revuelta francesa terminaría en el absolutismo napoleónico, instaurando una nueva variante de aquello que vino a abolir. 

Toda revolución conduce a otra aristocracia.

A Chesterton, se le suele tener por un pensador de corte conservador, aunque esta etiqueta es obvia, al tiempo que desprecia, el hecho de que su predilección por las verdades sencillas del cristianismo o su devoción por la teología medieval nunca partieron de fanatismo alguno.

Fueron más bien una consecuencia ―en su caso parece que feliz del uso estricto de la razón.

Al escritor inglés, en realidad, debería considerársele como un intelectual novísimo.

Sabía que no existe nada puro bajo el sol y que aquello que un día parece nuevo sólo lo aparenta, debido a que somos nosotros, los hombres del tiempo presente, quienes hemos olvidado las noticias importantes del pretérito. 

El autor inglés, siempre partidario de la defensa del individuo —desdibujado por el juego de pesadillas neo/tribales que se han instalado en el centro de nuestro presente—  era simpatizante declarado de la institución familiar y reivindicador de la fiesta de la Navidad. 

En el mundo contemporáneo, desacralizado y donde la muerte se ve como una molestia imperdonable ―siendo un hecho tan cotidiano leer a Chesterton, que supone un auténtico festín de ingenio, puede parecer anacrónico.

Sin embargo, es uno de los pensadores que mejor funciona como antídoto ante muchos males de nuestra hora. 

Sus libros vacunan contra el exceso de sentimentalismo que rige la vida pública y gobierna la privada y nos recuerdan que, igual que los cristianos primitivos o los ciudadanos de la antigua Atenas, la pertenencia a una comunidad requiere no delegar en otros los propios cometidos.

Chesterton, más cristiano que vaticano, al margen de que se compartan o no sus ideas, es uno de esos escritores que no adoctrinan y que son capaces de hacerte cambiar de opinión con la asombrosa fuerza de sus argumentos. 

Chesterton representa la antítesis del determinismo progresista de izquierdas que, negando el concepto de lo sagrado, instaura el nihilismo que conduce a nuevas formas de servidumbre.

Dicho con sus palabras: «Cuando los hombres dejan de creer en Dios, no es que no crean en nada, es que ya se lo creen todo».

Y sigamos con la filosofía de Spinoza que entraña una llamada a devenir activos y que nos invita a ser felices y libres, a gobernarnos a nosotros mismos, obedeciendo la ley del bien común, y gozar de ello junto con nuestros semejantes.

Por eso, en el sistema spinozista, el individuo libre en nada piensa menos que en la muerte pues su sabiduría es una meditación sobre la vida, desea obrar, ser plenamente, a partir de comprender su naturaleza y la de todas las cosas.

Así, la propuesta de este pensador involucra el desafío de maximizar nuestra potencia de existir, volviéndonos causa de nosotros mismos, de nuestras acciones, de las interacciones que entablamos con aquello que nos rodea.

Esta intención de exhortar a los individuos a dejar atrás el padecimiento, este esfuerzo de mostrar el periplo hacia la felicidad atraviesa de manera transversal el sistema de Spinoza, constituyendo un eje central de su pensamiento.

      Y llegamos así a Schopenhauer, quien afirma que:

«El mundo es mi representación»

Y ésta es una verdad aplicable a todo ser que vive y conoce, aunque sólo el hombre puede llegar a su conocimiento abstracto y reflexivo; cuando a él llega, ha adquirido al mismo tiempo el criterio filosófico.

Estará entonces claramente demostrado para él que no conoce un sol ni una tierra, sino únicamente un ojo que ve al sol y una mano que siente el contacto de la tierra; que el mundo que le rodea no existe más que como representación, es decir, única y enteramente, en relación a otro ser: el ser que percibe, que es él mismo.

Si hay alguna verdad que pueda enunciarse a priori es ésta, pues es la expresión de aquella forma de toda experiencia posible y concebible, más general que todas las demás, tales como las del tiempo, el espacio y la causalidad, puesto que éstas la presuponen.

No hay verdad alguna que sea más cierta, más independiente de cualquiera otra y que necesite menos pruebas que ésta; todo lo que existe para el conocimiento, es decir, el mundo entero, no es objeto más que en relación al sujeto, no es más que percepción de quien percibe; en una palabra: representación.

Cuanto forma o puede formar parte del mundo está ineludiblemente sometido a tener por condición al sujeto, y a no existir más que para el sujeto. El mundo es representación.

No es nueva, en manera alguna, esta verdad.

Existía ya en el fondo de las consideraciones escépticas que Descartes tomó como punto de partida, pero Berkeley fue el primero que la enunció resueltamente, con lo cual prestó un servicio eminente a la Filosofía, aunque el resto de su doctrina no merezca ser recordada.

Sin embargo Kant, cometió el errorn de dar poca importancia a aquel principio.

En cambio, esta verdad capital fue conocida desde los primeros tiempos por los sabios de la India, puesto que es el principio fundamental de la filosofía Vedanta atribuida a Vyasa.

Así lo atestigua W. Jones en la última de sus disertaciones titulada: On the philosophy of the Asiatics (Asiatk researches, vol. IV, pág. 164):

«El dogma fundamental de la escuela Vedanta no consiste en negar la existencia de la materia, es decir, de la solidez, impenetrabilidad y extensión, sino en rectificar la opinión vulgar en este punto y en afirmar que la materia no tiene existencia independiente de la percepción mental, puesto que la existencia y perceptibilidad son términos convertibles uno en otro.»

Este pasaje expresa con suficiente claridad la coexistencia de la realidad empírica con la idealidad transcendental.

Esto es lo que explica la repugnancia que siente cualquiera a admitir que el mundo no es más que su representación, aunque por otra parte nadie puede negarlo.

No obstante Schopenhauer al mismo tiempo que dice:

«El mundo es mi representación»

puede y debe decir:

«El mundo es mi voluntad».

 Y llegados hasta aquí, no os debe extrañar que mencione el famoso nihilismo de Nietzsche, que tanto niega o recela de cualquier realidad que intente dar sentido a las cosas, incluso a la vida.

 Porque la existencia no engloba solo lo particular, sino también lo interno.

 Cuántas veces nos habremos parado a pensar en quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos, apartando de nuestras cabezas la idea de que algún día moriremos sin saber si hemos podido llevar a cabo todas nuestras expectativas.

 Eso, o la alternativa de estar sin ser, quizá tiernamente rechazando todo cuanto nos rodea para intentar buscar el camino directo hacia la ataraxia.

 Una primera y elemental aclaración es que cuando Nietzsche predica la muerte de Dios no quiere decir que Dios haya existido y después haya muerto, lo cual sería un absurdo.

Esta tesis señala, simplemente, que la creencia en Dios ha muerto, empezando por considerar que Dios no crea al hombre sino el hombre a Dios.

Dios es, para Nietzsche, la metáfora para expresar la realidad absoluta, la realidad que se presenta como la Verdad y el Bien, como el supuesto ámbito objetivo que puede servir de fundamento a la existencia por encontrarse más allá de ésta y darle un sentido.

Todo aquello que sirve a los hombres para dar un sentido a la vida, pero que sin embargo se pone fuera de la vida, es semejante a Dios: la Naturaleza, el Progreso, la Revolución, la Ciencia, tomadas como realidades absolutas son el análogo a Dios.

Cuando Nietzsche declara que Dios ha muerto quiere indicar que los hombres, hoy, viven desorientados, que ya no sirve el horizonte último en el que siempre se ha vivido, que no existe una luz que nos pueda guiar de modo pleno.

Esta experiencia de la finitud, del sentirse sin remedio desorientado es necesario para empezar un nuevo modo de vida.

Para Nietzsche con dicha “muerte” podemos vivir sin lo absoluto, en la “inocencia del devenir”.

De ahí que la muerte de Dios sea la condición para la aparición del superhombre.

El perspectivismo es una doctrina filosófica que sostiene que el acceso del ser humano al mundo a través de la percepción, la experiencia y la razón, es posible solamente por la vía de la propia perspectiva e interpretación y toda representación es dependiente del sujeto que la constituye.

El concepto fue creado por Leibniz y desarrollado por Friedrich Nietzsche, quien influenció con ideas similares en filósofos como José Ortega y Gasset.

El perspectivismo es un concepto que sostiene que el conocimiento es siempre perspectiva y que viene a través de la observación de una cosa, pero desde un punto de vista en particular.

El perspectivismo también niega la posibilidad de una perspectiva integral que podría contener a todos los demás puntos de vista y por lo tanto, hacer la realidad disponible como es en sí misma.

Nietzsche defiende el perspectivismo: toda representación del mundo es representación que se hace un sujeto; la idea de que podemos prescindir de la situación vital del sujeto, de sus rasgos físicos, psicológicos, históricos o biográficos, para alcanzar un conocimiento del mundo tal y como éste pueda ser es un absurdo.

Nietzsche considera imposible el conocimiento de la realidad en sí misma, pues toda afirmación, toda creencia, toda teoría del mundo depende del punto de vista de la persona que la ha creado.

Más aún, todo ser dotado de algún grado de conocimiento, de alguna capacidad para representarse el mundo, es tan buen testigo del mundo como nosotros, los seres humanos.

 Nuestro punto de vista no es mejor para una correcta descripción de la realidad que el de otras especies animales.

No existe ninguna experiencia no contaminada por un punto de vista.

No existen hechos que nos sean dados inmediatamente,sólo manejamos interpretaciones”.

La posición de Nietzsche es tan radicalmente contraria a la posibilidad de encontrar una verdad absoluta que ni siquiera cree posible lo que podría parecer la verdad más verdadera.

Para Nietzsche, nos acercamos a la “objetividad” en la medida que vamos conociendo el mundo desde muchos puntos de vista, lo interpretemos desde muchos ángulos, muchos rincones.

A más perspectivas, más acercamiento a la “verdad”.

En definitiva, existe un mundo que es susceptible de ser interpretado de infinitas maneras por un individuo, pero este individuo se queda con una determinada interpretación, la ganadora de esa lucha interna que se da en él, dentro de él.

El perspectivista no interpreta sus instintos simplemente, también valora una interpretación y lucha por ella en contra de otras perspectivas, en él se da una lucha de perspectivas debido a la lucha interna de sus instintos.

“No hay hechos, solamente interpretaciones”

Vivir creativamente es la respuesta nietzscheana a la gran amenaza.

Saber vivir es saber cultivarse y hacer de la propia vida una creación.

La urdimbre de la vida consiste en gran medida en la construcción de uno mismo.

Dar estilo propio a la vida, forjar un gusto, es lo nos individualiza y distingue.

El optimismo de Nietzsche contrasta con el nihilismo de una de sus inspiraciones, la “voluntad de vivir” de Arthur Schopenhauer, quien se conforma por asociar nuestro propósito con un instinto nunca satisfecho y que conduce, por tanto, al nihilismo.

Nietzsche se planteó desde su época de estudiante y joven profesor en Basilea la manera de superar el corsé que había creado en Occidente un gregarismo malsano o mentalidad de rebaño y una supeditación al academicismo más vacío y afectado.

Nietzsche opina que el individuo puede permanecer extraño hasta el extremo de conseguir que cada uno sea un extraño para sí mismo.

Ante esta situación, Kierkegaard  argumenta que la ausencia de interés por uno mismo, conlleva la posibilidad de su mismo fin como individuo. 


    Cómo decía Nietzsche, en Verdad y mentira en sentido extra-moral:

“En algún apartado rincón del universo, desperdigado de innumerables y centelleantes sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales astutos inventaron el conocer. Fue el minuto más soberbio y más falaz de la Historia Universal, pero, a fin de cuentas, solo un minuto. Tras un par de respiraciones de la naturaleza, el astro se entumeció y los animales astutos tuvieron que perecer. Alguien podría inventar una fábula como esta y, sin embargo, no habría ilustrado suficientemente, cuán lamentable y sombrío, cuán estéril y arbitrario es el aspecto que tiene el intelecto humano dentro de la naturaleza; hubo eternidades en las que no existió, cuando de nuevo se acabe todo para él, no habrá sucedido nada. Porque no hay para ese intelecto ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la vida humana”.

Si hay que hacer caso a los expertos científicos, como recientes investigaciones han puesto de manifiesto, el homo sapiens sigue evolucionando.

 

Sigue generando cambios y transformándose en su aclimatación al medio.

 

O, más bien, ¿hay que aceptar posmodernamente que hemos llegado al final de la historia como nos dice Fukuyama y no ha sido para bien?, o, peor, ¿estamos involucionando a pasos agigantados como especie y como cultura, mientras se dan esos simples ajustes al medio ambiente, en camino directo a la extinción, sin dejar rastro duradero?

 

“¿Quiénes somos?, ¿de dónde venimos? y ¿hacia dónde vamos?”

 

Tres preguntas de una vigencia absoluta que quizá estén detrás de la epoca, injusta y alienante concepción antropológica y social del mismo hombre.

 

Trío de cuestiones que, por supuesto, no por intempestivas han desaparecido del inconsciente colectivo por mucho que hogaño suelan ignorarse.

 

Las cuales, por supuesto, también, siguen remitiendo a una necesidad inherente al hombre que no cesará de buscar saber “¿qué es el hombre?”

 

Máxime en este tiempo de retos y grandes encrucijadas que están y se las esperan, para unos animalillos semi inteligentes que están tan cerca de tocar los cielos y las estrellas, en lo material, y están tan al borde de consumir ese planeta sobre el que se desarrollan como de quemarse ellos mismos en su propia hoguera de las vanidades.

 

La segunda cuestión que quería abordar en esta “Reflexión Hetróclita” es la de preguntarnos “¿A dónde VAMOS COMO SOCIEDAD”.

 

Sin embargo, la longitud de esta que os envío me obliga a plantear esa cuestión en una nueva “Reflexión” que espero escribir en breve.

.

Y concluyamos esta compleja y extensa “Reflexión Heteróclita”, siguiendo mi costumbre, con una nueva pieza musical. Hoy Carmina Burana de Carl Off.

 




   ©2025 JESÚS FERNÁNDEZ-MIRANDA Y LOZANA

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