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martes, 13 de octubre de 2015

QUEVEDO, GENIO IMPERTINENTE


De todos es conocida la lengua feraz y afilada de Don Francisco de Quevedo y Villegas (1580 – 1645),  del que son famosas muchas de sus obras satíricas, como los poemas “Erase un hombre a una nariz pegado”, “Gracias y desgracias del ojo de culo”, “Poema de un orate en el infierno”, etc…

Sin embargo el Quevedo más jacarandoso y provocador aparece retratado en las anécdotas que se le atribuyen  ─ muchas y no sé si todas ciertas ─  que dieron con sus huesos maltrechos en el destierro o la cárcel en no pocas ocasiones.

La carrera política de Quevedo, cuyo padre ya había disfrutado de un Oficio Real en la Secretaría del Rey, se inicia con su estrecha amistad con el, por entonces, influyente Pedro Téllez-Girón, el Gran Duque de Osuna, al que acompañará como secretario a Italia en 1613, desempeñando diversas comisiones para él que le llevaron a Niza, Venecia y finalmente de vuelta a Madrid, donde se integrará en el entorno del Duque de Lerma, siempre con el propósito de conseguir a su amigo el Duque de Osuna el nombramiento de virrey de Nápoles, lo que este al fin logrará en 1616.

Vuelto a Italia de nuevo con el Duque, éste le encargó dirigir y organizar la Hacienda del Virreinato en Nápoles, desempeñando otras misiones, algunas relacionadas con el espionaje a la República de Venecia, aunque no directamente como se ha creído hasta hace poco, y obtiene en recompensa el hábito de Santiago en 1618.

Caído el grande Osuna, Quevedo es arrastrado también como uno de sus hombres de confianza y se le destierra en 1620 a la Torre de Juan Abad (Ciudad Real), cuyo señorío había comprado su madre con todos sus ahorros para él antes de fallecer.

La llegada al trono de Felipe IV, supuso para Quevedo el levantamiento del castigo de destierro, y su acercamiento a la Corte, de tal modo que Quevedo cercano al valimiento del Conde Duque de Olivares, acompañó al joven Monarca en viajes por Andalucía y Aragón, y le permitió disfrutar del tan ansiado Oficio Real en la Secretaría del Rey, con quien protagonizó algunas de sus más divertidas anécdotas.

LA DISCULPA

La primera de estas anécdotas atribuidas al poeta y político Quevedo, es la referente a la polémica que mantuvo con el Rey Felipe IV, en cuya Secretaría ya mantenía Oficio, a cerca del valor de las disculpas.

El monarca sostenía que cualquier ofensa queda lavada por una disculpa.
El escritor alegaba que una disculpa deshonesta, cínica o mal planteada puede resultar más ofensiva que el hecho por el que se pide perdón.

El rey retó a Quevedo a ofenderlo y encontrar una disculpa que resultase peor que el propio agravio.

Apenas el Rey se dio la vuelta, el poeta le puso las manos en las nalgas, y antes de que el Rey dijese nada, aún no repuesto de la sorpresa, Quevedo le dijo:
“Perdón, señor, pensé que era la reina.”

SU MAJESTAD ES COJA

Otra anécdota, no por conocida menos atrevida, es la que nació en una taberna en la que el poeta se encontraba sacando punta a los cotilleos y habladurías de la corte, que acabaron señalando a la reina Mariana de Austria, segunda esposa de Felipe IV, que sufría de cierta cojera indisimulable, apostando con sus amigos que él sería capaz de llamar "coja" a la Reina en su propia cara sin que la reina se ofendiese ni él mismo incurriese en grave desacato.

Al parecer, el monto de la apuesta ascendió a "Mil dineros a los que el Marqués de Calatrava, añadiría otros mil si el de Santiago llegaba a tener éxito en su empresa.

Allá fue, pues, nuestro ínclito personaje a cumplir su apuesta:

Llegado el día decidido se presentó Quevedo ante la soberana portando en su diestra una rosa y un clavel en la siniestra.

Ahí estaba toda la corte reunida y ante público tan noble, a modo de testigos, mostró ambas flores a la reina para que admirara su textura y gozara de su aroma y entonces haciendo una reverencia le declaró:

"Entre el clavel blanco y la rosa roja, su majestad escoja"

Cuentas además que la Reina, haciendo de tripas corazón, y aguzando su ingenio, contestó al poeta:

“Que soy coja ya lo sé, y la rosa escogeré”

Dejando al poeta desairado aunque ganador de su apuesta.


EL HERRADOR

En otra ocasión se relata que el Rey Felipe IV, a quien divertían, cuando no irritaban, las chanzas de Quevedo, le solicitó que compusiera sobre la marcha unos versos improvisados para los que tenía gran habilidad.

Quevedo, queriendo agradar a su Monarca, le pidió que le indicara sobre que quería los versos, y ello con la expresión:

“Dadme pie Majestad”

A lo que Felipe IV, suponemos que como gracieta, en lugar de darle a alguna idea estiró la pierna hacia él.

Quevedo al parecer se arrodilló, tomo en sus manos el pie del Rey y recito estos versos:
“Adoptando esta postura


Me dais a entender, señor,
Que yo soy el herrador
Y vos la cabalgadura.”



Sutil manera de llamar équido, mula o acémila a su Rey.

AL REY SE LE ABREN TODAS LAS PUERTAS

En otra ocasión en la que Quevedo acompañaba al Rey subiendo las escaleras de Palacio, se le desató el cordón de un zapato, y al agacharse a atárselo, como se le puso el culo en pompa, le dio el rey un manotazo en el culo para que siguiera andando, a lo que el poeta contestó con una sonora flatulencia.

Ante tal afrenta el Rey le dijo irritado

“Hombre, Quevedo….”

A lo que el poeta contestó, aplacando el enojo del Monarca:

“¿Acaso hay alguna puerta a la que llame el rey que no le respondan?».

¡QUE SIGA LA RUEDA!

Para asombrarse es, también, la siguiente hazaña, recogida en el anecdotario popular, que de ser cierta supuso un nivel de desparpajo difícilmente igualable en las monarquías todopoderosas de aquel periodo.

Se dice que estando un día Quevedo en palacio sentado a la mesa real, en compañía de numerosos miembros de la nobleza, ocurrió que en mitad del banquete el poeta volcó accidentalmente su plato sobre su compañero de mesa.

La víctima, viendo sus ropas cubiertas de salsa, no pudo contenerse y propinó un sonoro bofetón en el rostro del poeta, el cual no tuvo más ocurrencia que girarse a su vez y darle un guantazo al comensal del otro lado, que no era otro que el mismo Rey.

Los rostros palidecieron y la sala entera cayó en un silencio sepulcral mientras todos miraban al monarca, tieso como un mástil y con uno de sus mofletes colorado. Pero de forma increíble Quevedo salió al paso con su habitual ingenio, y tras sobreponerse de la sorpresa dijo:

 “¡Que siga la rueda!”

provocando la carcajada general que deshizo la tensión.

NO ESTOY EN TIERRA ESPAÑOLA MAJESTAD

La última anécdota con los Monarcas que voy a relatar es aquella en que por algún tipo de agravio que se desconoce, tal vez alguna impertinencia mal recibida por el Rey, este desterró a Quevedo fuera de España diciéndole:

“Quevedo, me tenéis harto, os destierro; No volváis a pisar tierra española hasta que se os levante la pena”

El poeta se fue a Portugal y allí cargó, con dos testigos, un carro con tierra portuguesa, y volvió a Madrid.

Al llegar a palacio, y sin descender del carro solicitó que el Monarca saliese a una ventana para rogarle el perdón.

El Rey, indignado le soltó una reprimenda diciéndole:

“Pero como os atrevéis Quevedo a presentaros ante mí, cuando tenéis prohibido pisar tierra española”

A lo que el poeta contestó:

“Señor no os parezca mal
Que venga a pedir perdón
Y os lo haga en el balcón.
Y es tierra de Portugal”

Afirmó señalando la tierra que había en el carro

Al parecer la chanza hizo gracia al Rey, que levantó el castigo.

Hay más anécdotas que reflejan el carácter del poeta, ajenas ya a la Corte, entre ellas traigamos estas:

EL MARIDO VENGATIVO

Se cuenta que uno de tantos maridos agraviados por el poeta se presentó en la casa de este con un permiso real firmado, por el cual el rey autorizaba a que ese hombre se cagase en la gran alfombra del salón. El poeta pidió leer el permiso real antes de que le ensuciasen la alfombra y, a continuación le dijo al marido agraviado: “No puedo oponerme a la voluntad del rey, pero ved que aquí no dice nada de orinar. De manera que permitiré que cague pero, si echa un mínimo chorro de orina en mi alfombra, llamaré al alguacil para que lo pongan a buen recaudo mientras solicito del juez una indemnización por su acción”


HASTA POR EL CULO ME CONOCEN

En cierta ocasión estaba Quevedo cagando en una esquina, cuando pasó una madre con su hija, y muy fina la señora, dijo al ver a un señor con el culo al aire “qué vedo”, y Quevedo, sorprendido, dijo:

 “Joder, hasta por el culo me conocen”.


DONDE HAY UNA CRUZ NO SE MEA

Ante la extendida costumbre de la época de Quevedo, de orinar en cualquier esquina, los vecinos solían colocar cruces en esos lugares para evitarlo. En cierta ocasión, y no pudiendo contenerse Quevedo orinó en una de esas esquinas señaladas con una cruz, a lo que un vecino le recriminó

“Donde se pone una cruz no se mea”

A lo que el poeta contestó

“Donde se mea no se pone una cruz”

Pero este carácter irritante, por impertinente, prodigó a Quevedo venganzas, castigos y enemigos, y así, en  1639, con motivo de un memorial aparecido bajo la servilleta del Rey “Sacra, católica, real Majestad...”, donde se denuncia la política del Conde-Duque, se le detuvo como presunto autor de la misiva, se confiscaron sus libros y fue llevado al frío Convento de San Marcos de León, donde estuvo encarcelado cuatro años, hasta la caída del valido Olivares y su retirada a su Palacio de Loeches en 1643.

Ya en ese año de 1643, achacoso y muy enfermo, Quevedo recobra la libertad, pero renuncia a su Servicio en la Corte, para retirarse definitivamente en la Torre de Juan Abad, y en sus cercanías, y tras escribir en su última carta que «hay cosas que sólo son un nombre y una figura», fallece en el convento de los padres dominicos de Villanueva de los Infantes, el 8 de septiembre de 1645.

Acabaron así sus 65 años de genialidad impertinente. 

miércoles, 7 de octubre de 2015

FALSTAFF Y BRUMMEL, BUFONES Y DANDYS





















Hay dos personajes apasionantes por su histrionismo, en la realidad y en la literatura inglesas por los que siento una especial simpatía y lástima; Se trata de John Falstaff y George “Le Beau” Brummel.

Ambos fueron íntimos amigos de los Príncipes de Gales Enrique V “Hal” y Jorge IV “Prinny”, sus compañeros de francachelas, juergas y borracheras; y ambos fueron repudiados por ellos ya desde el trono por mor de sus obligaciones como monarcas, que no podían ser pasto de murmuraciones ni por los excesos de confianza de sus compañeros de correrías, ni por el efecto de desprestigio que pudieran suponerles estas malas compañías.

Falstaff es protagonista junto con el Principe Hal de toda clase de fechorías y desmanes a lo largo de la obra “Enrique IV”, pero al final de su segunda parte, tras la muerte de su padre y heredada la Corona por “Hal”, cuando Falstaff prevé que se iniciarán sus momentos de ventura, es repudiado sin miramientos por el Rey.

Así lo relata Shakespeare en la escena V y última de ·Enrique IV

FALSTAFF
FALSTAFF
REY
JUSTICIA
FALSTAFF
REY
Sale el REY [con su séquito].
LANCASTER
Su gran amigo, protector y catapulta a la posición alcanzada por Brummel, desse que coincidieran en el internado de Etoan, fue el Rey Jorge IV, conocido en su juventud como Prinny, que también era un dandy.
Asumió el trono después de ser el Regente durante varios años, tras ser declarado su padre, el rey, legalmente incapaz. Vano y egocéntrico, mandó a construir un salón de banquetes en Brighton (Royal Pavilion), que con su delirante decoración oriental competía con cualquiera en el mundo. Jorge IV servía comidas pantagruélicas de hasta más de cien platos: comía hasta hartarse y, ahíto, se hacía sangrar por sus médicos «para evitar la congestión».
El rey era obeso, caprichoso, dilapidador, adicto a dar bailes y cenas, mujeriego compulsivo, hiperbólico en su tendencia a autoadornarse; aparecía en sus fiestas polveado y con el pelo rizado. Vestía de satén rosa, con la chaqueta adornada de abalorios y con el sombrero saturado de lentejuelas. Brummell trató de ordenar esa exuberancia. Se hicieron amigos íntimos. El príncipe lo colocó, en pago, en la mejor sociedad londinense. Soportó todas las insolencias de Brummell, e incluso las aplaudió; al fin, como era de esperarse, pelearon. Seguramente en estas condiciones, altamente etilizado queremos decir, le espetaría Brummell a su benefactor, el Príncipe de Gales la opinión que le merecía su generoso cuerpo: !Gordo¡, le llamó y lo hizo de tal manera que todo el mundo pudiera escucharlo. Por lo visto el Príncipe le había estado evitando toda la velada, ninguneándolo con unos y con otros, y esto, para el ego hipertrofiado de Brummell, era insoportable.
     Fue el principio del fin, aunque el ocaso de aquella….digamos burbuja, se había venido gestionando desde hacia tiempo. Las 30000 libras que había heredado de su padre, un suma considerable, se habían ido esfumando, por ejemplo, en aquellos guantes que  exigian el concurso de 4 artesanos, uno de ellos se encargaba exclusivamente de elaborar la pieza que cubriría el dedo pulgar.
    Al final, la fortuna de Brummell no fue capaz de soportar tan desenfrenado tren de vida. Con treinta y ocho años perdió tanto su fortuna como el favor del rey. Los acreedores comenzaron a acosar su casa.
En 1816, con treinta y ocho años y para evitar la prisión por deudas, pues debía miles de libras, huyó a Calais (Francia
Fue nombrado cónsul en Caen gracias a la influencia de Lord Alvanley, segundo barón Alvanley y del marqués de Worcester, ya en el reinado de Guillermo IV. Lo le proporcionó una pequeña renta anual. Este nombramiento duró dos años antes de que Brummell recomendara que el Foreign Office aboliera el consulado en Caen, con la esperanza de ser trasladado a una posición con más beneficio en otro lugar. El consulado fue abolido, pero no le dieron ningún otro cargo.
Rápidamente Brummell se quedó sin dinero y acabó en la prisión por deudas, donde lo llevaron sus acreedores de Calais. Sólo la caritativa intervención de sus amigos en Inglaterra le proporcionó cierto alivio. Dejó de vestirse, bañarse y afeitarse. De noche, en el mísero cuarto de la pensión, organizaba simulacros de las grandes cenas que había vivido. Después de dos apoplejías de origen sifilítico, Beau Brummell murió sin dinero, y enloquecido por la sífilis en el asilo de caridad pública del Bon Saveur en Caen en 1840.