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viernes, 7 de mayo de 2010

EL OLFATO



Os propongo leer este post acompañado de esta maravillosa música de Mozart para Oboe




El olfato es posiblemente el más animal de nuestros sentidos, y posiblemente por ello uno de los menos considerados.

La información olfativa procedente de nuestra nariz, a través de los terminales nerviosos situados en nuestras pituitarias, es conducida por los nervios olfativos hasta el sistema límbico ―sistema formado por varias estructuras cerebrales que gestiona respuestas fisiológicas ante estímulos emocionales― y al hipotálamo, regiones cerebrales, ambas, responsables de las emociones, sentimientos, instintos e impulsos; tales regiones almacenan también los contenidos de la memoria y regulan la liberación de hormonas para regular determinadas funciones de nuestro sistema vegetativo ―temperatura, equilibrio hídrico, metabolismo, sueño, etc…―.

Ya que el sentido del olfato penetra e nuestro cerebro a través de esta región, los olores pueden modificar directamente nuestro comportamiento y las funciones corporales.

Sólo más tarde parte de la información olorosa alcanza la corteza cerebral y se torna consciente.

El sabor puede solamente es dulce, salado, amargo y ácido; El resto es olfato.

El resto de sensaciones que incorporamos a ese complejo sentido que llamamos “gusto” son olfativas.

En consecuencia el olfato juega un papel esencial en la valoración y el disfrute de los alimentos, pues lo que llamamos sabor no es sino la combinación de los sentidos del gusto y el olfato.

La prueba más evidente es que cuando nos acatarramos, y ese catarro implica una congestión nasal, perdemos completamente el sentido del “sabor”, que no del gusto, pues perdemos el olfato y su participación en aquel complejo concepto del sabor.

Es, por otra parte, tan animal ese sentido, que en el lenguaje coloquial se dice que alguien “tiene olfato” cuando goza de una elevada intuición, de una percepción casi innata de las cosas o realidades que le rodean, como si las “oliera” mejor que los demás.

Y ese es el olfato al que voy a referirme más detenidamente en esta “reflexión heteróclita”.

Marcel Proust, en el libro “Tras el camino de Swan” de su obra “En busca del tiempo perdido” hace referencia a una experiencia olfativo-gustativa interesante. El relato es el siguiente:

“Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro triste día tan melancólico por venir, me llevé a los labios una cucharada de té en la que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme esa alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en mucho, y no debía ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. [...] Vuelvo con el pensamiento al instante en que tomé la primera cucharada de té, y me encuentro con el mismo estado, sin ninguna claridad nueva. Pido a mi alma un esfuerzo más que me traiga otra vez esa sensación fugitiva. [...] Y luego, por segunda vez, hago el vacío frente a ella, vuelvo a ponerla cara a cara con el sabor aún reciente del primer trago de té y siento estremecerse en mí algo que se agita, que quiere elevarse, algo que acaba de perder ancla a una gran profundidad, no sé el qué, pero va ascendiendo lentamente; percibo la resistencia y oigo el rumor de las distancias que va atravesando. [...] Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray. [...] Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan comienzan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y el Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.”

¿Quién no ha vivido alguna vez una experiencia similar?.

En la Psicología moderna se conoce como “La Magdalena de Proust” el fenómeno por el cual un olor, un sabor, un sonido, una visión, generan en nuestra memoria la vuelta repentina de recuerdos olvidados, generalmente amados u odiados, de modo intenso y muy perceptible.



A mi me sucede frecuentemente con el olor del heno recién segado, que me transporta, literalmente, a mis recuerdos de infancia o juventud en mis veraneos asturianos.
A la “siega de la pación”, cuando subíamos a los praos de las colinas desde Casa de los abuelos, acompañando a los braceros que dirigiera Severino en los días soleados de verano, para acopiar el heno que serviría de alimento a las vacas durante el invierno, una vez acomodado en la “tenada” o en los “balagares”, las varas de hierba en forma de pera que no eran sino almacén de hierba.

En esos días subíamos a los praos en el carro tirado por una yunta de vacas, pasábamos el día con nuestros juegos y el almuerzo impregnados por el intenso olor del heno segado y volvíamos a casa adormecidos sobre el montón de hierba atado con sogas en lo alto de la carreta, que, guiada por Severino con su vara de avellano, nos devolvía a la merienda en la Casa al ritmo del ronquido del eje de madera del carro y las canciones de los segadores.

O aquellas romerías de juventud en los praos de las aldeas que circundaban Gijón, en las que, en los días calmos, era frecuente que el olor del heno recién segado por algún paisano de la zona, invadiese el ambiente cálido y húmedo de los atardeceres.

Al fin el alma no es sino el compendio de los recuerdos y las experiencias tamizados por nuestra razón y los principios, que lo conforman todo.
Nada más y nada menos…

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