Hoy vamos a abordar las contradicciones en que se incurre al cambiar algunas palabras por otras políticamente correctas, citando algunos ejemplos grotescos.
Lo políticamente correcto es un auténtico movimiento de ideas nacido en la universidad americana, de inspiración liberal y radical y, por lo tanto, de izquierdas, en pro del reconocimiento del multiculturalismo y para reducir algunos de los radicales vicios lingüísticos que establecían líneas de discriminación hacia las minorías. Por eso, se comenzó a decir “blaks” y, después, “afroamericanos”, en vez de “negros”, o “gay” en vez de los múltiples y conocidos apelativos despreciativos reservados a los homosexuales.
Naturalmente, esta campaña en pro de la purificación del lenguaje produjo su
propio fundamentalismo, hasta desembocar en los casos más vistosos y ridículos.
Como el de algunas feministas que propusieron no decir más “history”, porque,
por medio del prefijo “his”, se hacía pensar que la historia fue sólo “de él”,
sino “herstory”, historia de ella, ignorando, obviamente, la etimología
greco-latina del término, que no implica referencia de género alguna.
Pero la tendencia
de lo políticamente correcto asumió también aspectos neoconservadores o
francamente reaccionarios. Si se decide llamar a las personas que van en silla
de ruedas ya no minusválidos, sino discapacitados o “capaces de otra forma”,
pero después no se les construye rampas de acceso a los lugares públicos,
evidentemente, se obvia hipócritamente la palabra, pero no el problema.
Y lo mismo vale
para la sustitución del parado por “el que no hace nada a tiempo indefinido” o
el de licenciado por “aquel que se encuentra en transición programada entre
cambios de carrera”. ¿Por qué los banqueros, en cambio, no se avergüenzan de su
definición y no insisten en ser llamados operadores del sector del ahorro? Si
te cambian el nombre es para olvidar que algo no funciona.
Sobre estos y otros
problemas parecidos se detiene Edoardo Crisafulli en su libro "Lo políticamente
correcto y la libertad lingüística", donde pone al descubierto todas las
contradicciones, los pros y los contras de esta tendencia. Y, además, es un
libro muy divertido.
Asistimos
a un nuevo período de intolerancia.
El
origen de lo políticamente correcto coincide con el fracaso de las ideologías de
izquierda a la hora de racionalizar la igualdad social.
El
mundo de la cultura fue su reducto y desde ahí diseñaron la corrección política
como un intento de imponer la igualdad social a través de la imposición de un
lenguaje no discriminatorio.
Es
decir, al no lograr cuajar una revolución ideológica —y mucho menos política— el
izquierdismo progresista estadounidense inventó una revolución semántica.
La
extensión hoy de lo políticamente correcto se ha convertido en una enfermiza
ocultación de la realidad a través del lenguaje eufemístico.
Ejemplos:
flexibilidad de plantillas por despido barato; atender a un objetivo bombardeo
masivo; daños colaterales por víctimas civiles; interrupción voluntaria del
embarazo por aborto…
Esta
psicología de la autocensura y de la configuración de grupos sociales
negativizados corresponde a la cultura protestante.
La progresía estadounidense no ha podido
desprenderse de una cultura forjada en el puritanismo más atroz capaz de buscar
signos sociales de los predestinados a la salvación y los predestinados a la
condenación.
Los
partidarios de la corrección política que se presentan como liberadores de los
discriminados, acaban por imponer de forma intolerante su estilo vital e
intentan legitimarlo democratizando sus vicios y errores intelectuales.
Toda esta jerga de la corrección política es una manifestación, sutil y benigna, de lo que profetizó Tocqueville como modelos de tiranía democrática, son auténticos fuegos fatuos, lívida señal de la muerte de las izquierdas.
Y como siempre, terminaré esta Reflexión con un nuevo video musical, hoy la "Canción de los Fuegos Fatuos" de Paco de Lucía
©2024 JESÚS FERNÁNDEZ-MIRANDA Y LOZANA
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