En la localidad de Campillo, provincia de Zamora, se encuentra la Iglesia de San Pedro de la Nave, construcción visigoda del s.VII, una de las más antiguas iglesias existentes en España, en cuyo interior hay varios capiteles de mármol maravillosamente grabados.
En uno de ellos, cuya fotografía os acompaño, se representa la condena de Daniel por parte de Darío, quien ordenó que fuese arrojado al pozo de los leones para que estos le devorasen, aunque los leones, por orden de Yahvé, no le atacaron, si no que se postraron a sus pies.
Esta referencia al intento de ejecución de Daniel me recuerda que el pasado día 10 se ha celebrado, por iniciativa de “Amnistía Internacional” el día mundial contra la Pena de muerte.
Según los informes de esta organización durante el año 2004 se ejecutaron a 3.797 personas en 25 países.
La información de esta ONG, de la que se ha hecho eco la prensa, viene enmarcada en una frase que actúa como titular y que dice:
“el 97 % de las penas de muerte se ejecutaron en China, Estados Unidos, Irán y Vietnam”
No soy partidario de la pena de muerte, pero tampoco lo soy de la manipulación de los datos.
Según los datos publicados por Amnistía Internacional [i], en 2004 se realizaron en Estados Unidos solo 59 ejecuciones, luego no parece razonable incluir a EEUU en ese 97 % cuando el total de ejecuciones practicadas en este país representan, tan solo, el 1,5% del total mundial, mientras que 3.400 ejecuciones se practicaron en China, 159 en Irán, 64 en Vietnam y 115 en otros países. Es decir, que incluso si queremos ser antiamericanos, pero seriamente, cabría decir que con excepción de las practicadas en China, en EEUU se practicaron en 2004 el 16 % de las ejecuciones ocurridas en el mundo.
Lo correcto, en definitiva, debería haber sido decir que en China se produjeron prácticamente el 90 % de las ejecuciones ocurridas en el mundo durante 2004, sin mezclar ese dato escalofriante con el de los Estados Unidos.
Sin embargo la propaganda anti yanki es parte del programa de “Amnistía Internacional”, empeño antiamericano que desgraciadamente y pese a su positiva labor, la desprestigia.
Lo que tampoco nos dice Amnistía Internacional en sus informes es que la pena de muerte se aplicó durante 2004 en 25 países, de los cuales 16 son musulmanes: Afganistán, Arabia Saudí, Bangladesh, Egipto, Indonesia, Irán, Jordania, Kuwait, Líbano, Pakistán, Siria, Somalia, Sudán, Tayikistán, Uzbekistán y Yemen.
Ni que más de la mitad de los países que mantienen la pena de muerte en el mundo, 36 sobre 68, son musulmanes, y el resto, casi todos, tercermundistas y que por supuesto se mantiene en las dos dictaduras comunistas de Cuba y Corea del Norte.
Los datos destacan una realidad incontrovertible: El sistema punitivo Islámico no tiene ningún respeto por la vida humana, y para delitos considerados “hadd” (graves) se ordenan amputaciones (como para el robo: Versículo 38 de la Sura 5 Al Maeda), o la aplicación de la Ley del talión (para los casos de asesinato conforme al versículo 178 de la Sura 2 Al bacara) y la pena de muerte por lapidación para la mujer adultera, práctica que se fundamenta en el hadith 478.809, contenido en el libro Sahih Bukhari, recopilación de “hadids” o conjunto de ejemplos, dichos y conductas del Profeta Mahoma, que constituyen la Sunna, segunda fuente del Islam.
La Sharía, o ley islámica, establece así, sobre la base del Corán y la Sunna, la pena de muerte para determinados delitos y aquí se diferencia esencialmente del cristianismo.
Conforme a la tradición cristiana el propio Jesús vino a corregir las duras normas punitivas contenidas en la Biblia dadas por Yahvé al pueblo judío sobre el fundamento de la dureza de sus corazones (Mc10), y así, por ejemplo, el Mesías se manifiesta contrario a la pena de lapidación de las adulteras, como demuestra Su enfrentamiento con los fariseos relatado en los evangelios, a quienes, con ocasión de un intento de lapidación de una adultera, Se opuso conminándoles:
“El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra” (Juan 8,7)
En cuanto a la consideración actual de la pena de muerte por la Iglesia Católica, puede afirmarse que si bien su enseñanza tradicional no excluye el recurso a la pena de muerte, si ésta fuera el único camino posible para defender eficazmente las vidas humanas del agresor injusto, la actitud contemporánea ante esta cuestión es la de considerar que las penas incruentas bastan para proteger y defender la seguridad de las personas, razón por la cual la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana.[ii]
Hoy, en efecto, la opinión mayoritaria de los teólogos cristianos es que, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo, mediante la pena de muerte, suceden muy rara vez, si es que en realidad se pueda pensar que se de algún supuesto.
Por lo demás, la pena de muerte puede combatirse con distintos argumentos.
El más simple, aunque no el menos contundente, es el que nos dice que el carácter intrínsecamente irreversible de la pena de muerte hace imposible la revisión de la situación del condenado en caso de error judicial, lo que implica, “per se”, una grave injusticia.
Y el argumento no es menor, pues la infalibilidad de la justicia, incluso en los países desarrollados, es una quimera, como lo es propugnarla de cualquier actividad humana.
En segundo lugar, y desde el punto de vista moral se fundamenta el rechazo a la pena de muerte sobre la base del “valor supremo” de la vida humana, pues ese valor supremo hace que la vida humana sea indisponible para los demás hombres, conforme al imperativo “no matarás”, pero también para la Sociedad.
Sin embargo, frente a esta concepción de la vida como “bien supremo indisponible” se argumenta, por los partidarios de la pena de muerte, la necesidad de la Sociedad de defenderse frente al delincuente, hasta el punto de llegarse a considerar admisible que la Sociedad, en su propia defensa, deba de apartar de si misma, incluso de eliminar, a los delincuentes, no solo como medida punitiva, sino de defensa de la propia Sociedad frente a la delincuencia.
Como justificación a dicha postura se citan los índices de reincidencia de los penados en la comisión de delitos y en el fracaso de las políticas de reeducación y reinserción social de los delincuentes, sobre la idea de que si no es posible lograr su reinserción y reeducación, los delincuentes deben ser apartados de la sociedad, y en los casos más extremos incluso eliminados.
Y aquí entramos en un debate diferente.
En occidente, y por influencia de las posiciones sociológicas y jurídicas de carácter “progresista/izquierdista”, se ha hecho de la reinserción y reeducación de los delincuentes el objetivo prioritario de las políticas penales, en detrimento del carácter punitivo y ejemplarizador de las penas, e incluso del efecto de “resarcimiento moral” de las víctimas.
¿Debe ello ser así?
Es difícil mantener un debate sosegado al respecto en nuestra Sociedad, en la que esa política penal “progresista”, ha llegado incluso a defender la idea de que el delincuente no es un “enemigo social”, si no la “víctima” de las injusticias y desigualdades sociales que le han abocado a la delincuencia.
Según estas teorías el delincuente no es el “culpable” de sus delitos, si no que ese “culpable” sería la propia sociedad que margina a parte de su población que se deslizaría así, irremisiblemente, por el camino de la delincuencia, ante las penurias, ante el “estado de necesidad” e injusticia a que la propia sociedad les ha condenado.
La idea, con ser romántica, no es de recibo, pese a que manifestarse en contra de tales posiciones haya devenido en “políticamente incorrecto”; Vamos, que cualquiera que no comulgue con ese credo, automáticamente, es calificado de “fascista”, ya se sabe...
Pues yo, a fuer de ser así catalogado, mantengo una posición crítica con esa concepción “progresista”.
El primer argumento que desbarata aquella “doctrina científica” es la propia realidad de los hechos que, tozudamente, viene a demostrarnos que la delincuencia no es patrimonio de las clases sociales desfavorecidas o marginadas, si no que se produce en toda la sociedad.
Bien es cierto que la delincuencia más elemental ─los pequeños robos, las pequeñas situaciones de violencia─ viene generalmente ligada a situaciones de escaso nivel económico y educativo y en tales casos aquella idea romántica de la culpabilidad de la Sociedad podría tener alguna cabida.
Pero con carácter general, en las sociedades desarrolladas no es ese el origen de la delincuencia.
¿O acaso es aplicable tal doctrina a los delitos de seguridad contra el tráfico (la conducción negligente y con resultado de muerte), a los delitos económicos (llamados de cuello blanco), a los delitos contra la naturaleza o ecológicos, a los llamados delitos pasionales, o a los delitos de corrupción urbanística, etc...?
Pues NO.
En consecuencia deberíamos exigir que por los teóricos del ramo, penalistas, criminólogos y sociólogos, se abandonase aquel camino tan “progresista” y se planteasen cuestiones que la ciudadanía quiere ver contestadas.
Voy a referirme solo a dos cuestiones que conectan con lo comentado hasta el momento.
Así, en primer lugar, nos encontramos con la demanda social, cada vez más extendida, de la no remisión de las penas, es decir, que no quepa la reducción de la pena hasta su integro cumplimiento, para determinados delitos, como son los delitos de terrorismo con resultado de muerte o los asesinatos, es decir los homicidios en los que se den las agravantes de premeditación, alevosía, ensañamiento, abuso de fuerza, etc...
Esta pretensión ya ha sido catalogada de “retrograda” por sus críticos, pues a su juicio se opone al mandato Constitucional de que las sanciones penales estén orientadas hacia la reeducación y la reinserción social de los penados, lo que no se lograría si se impidiese la remisión de las penas.
En el análisis de la cuestión, ha abierto el camino a esa no redención de penas la llamada, ─y muy controvertida─ “doctrina Parot” de nuestro Tribunal Supremo, conforme a la cual los beneficios de reducción de penas deben computarse, en el caso de condenas por diversos delitos, no sobre la base del período máximo de privación de libertad, establecido en nuestras leyes en 30 años, sino sobre el conjunto sumado de las penas impuestas, lo que en la práctica lleva al cumplimiento integro de aquellos 30 años.
La pretensión comentada se basa en la idea de que no parece de recibo, por ejemplo, que un condenado a 300 años de prisión por haber cometido 20 delitos de asesinato, se vea libre tras el transcurso de no más de 15 años de privación de libertad porque haya estudiado “corte y confección” en la cárcel, o por su buena conducta en el establecimiento penitenciario, pues conforme a la técnica que ha venido a corregir aquella doctrina jurisprudencial, la redención de penas operaba simultáneamente sobre cada pena al mismo tiempo, y no sobre la totalidad acumulada de la condena.
Más alarmante es, si cabe, la confusión de conceptos imperante en el mundo del sistema “correccional” de la delincuencia juvenil, es decir en el tratamiento de los delitos cometidos por menores de edad.
Por principio la Sociedad considera que los delincuentes menores de edad deben ser objeto de un trato especial que garantice su reeducación y reinserción social con mayor énfasis que el que se pone al respecto en relación con los delincuentes adultos.
Sin embargo el sistema ha incurrido en excesos difícilmente defendibles sino es desde posiciones “teóricas” científico-doctrinales.
El primero de estos excesos lo constituye el análisis psicológico de los efectos de las penas sobre los menores y su ineficacia socializadora o integradora.
Según este criterio, la pena carece de efectos de reinserción del joven penado, por lo que su corrección debe formularse no con medidas punitivas, si no con acciones pedagógicas o formativas tendentes a fomentar no el castigo, sino aquella reinserción y resocialización del delincuente juvenil, medidas que, sin embrago, en la práctica, al menos en los casos de delitos muy graves, o de delincuentes juveniles reincidentes, es absolutamente ineficaz
El segundo de los abusos en la materia se deriva de la existencia de un tratamiento sancionador excesivamente favorable ─a juicio de la ciudadanía─ para una minoría de jóvenes muy exigua.
Efectivamente, en 2004, según datos del Instituto de Estadística de la Comunidad de Madrid, fueron detenidos 23.884 delincuentes juveniles, de los que solo 72 lo fueron por homicidios y asesinatos [iii].
Según la misma fuente, de los detenidos 19.994 fueron menores de entre 15 y 17 años de edad.
Los jóvenes españoles entre 15 y 17 años en 2004 eran 1.800.000 según datos del INE [iv], es decir, que los delincuentes juveniles representaron un 1,1 % de la población juvenil española, considerando que en esta estadística se incorporan menores delincuentes autores de toda clase de faltas y delitos, desde los menos graves a los más graves.
De esta estadística delictiva [v] llegamos a la conclusión de que los delitos cometidos por menores con daños a las personas ─incluyéndose los robos con violencia o intimidación, las lesiones, los homicidios y asesinatos, los delitos contra la libertad sexual y otros contra las personas─ no llegaron a 2.900, es decir en torno a un delito con daño a las personas por cada mil menores de edad entre los 15 y los 17 años.
La conclusión es fácil: los menores delincuentes representan el 1 % de la población juvenil española entre los 15 a los 17 años ─considerándose la comisión de toda clase de faltas y delitos─ mientras que los delitos contra las personas cometidos por aquellos se sitúan en el 1 por 1.000.
Y es precisamente respecto de esta absoluta minoría de jóvenes violentos en relación con los cuales la Sociedad demanda una mayor dureza en su tratamiento, con independencia de las teorías científicas a la moda, pues no parece de recibo que un asesino de 16 o 17 años deba recibir un tratamiento correccional tendente esencialmente a su “reeducación”, pues, si nos atenemos a las doctrinas imperantes en el ámbito de la psicología evolutiva ─Modelo de Kolhberg─ a partir de los 14 años ya se ha producido la conformación intelectual del individuo, su reconocimiento de los conceptos del bien y del mal, la conciencia de la existencia y necesaria aceptación de normas sociales de convivencia, y la conciencia de la responsabilidad del individuo ante la Sociedad.
Pero no puedo concluir este POST sin referirme a la noticia aparecida en la prensa a principios de agosto [vi], según la cual La Justicia británica decide desconectar a un niño en muerte cerebral que quedó en coma después de, según creen sus padres, participar en un reto viral de TikTok llamado 'Blac kout Challenge'.
El niño podría ser desconectado del soporte vital, después de que la Justicia rechazara ayer el último intento legal para que siga respirando gracias a un ventilador.
Sin embargo, los padres del pequeño, se han visto inmersos durante meses en una batalla legal para que su hijo no fuera desconectado.
No obstante, los jueces consideraron una solicitud del Comité de las Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad para mantener al niño con vida mientras estudia su caso.
Tras la gestión de la familia, el gobierno le pidió a la Justicia que «considerara urgentemente» la petición de la ONU, que para los abogados de los padres, es una solicitud «vinculante» según el derecho internacional.
Pero los jueces anunciaron su dictamen: el niño podrá ser desconectado.
Pero sus progenitores, califican como de «una crueldad extraordinaria y una violación flagrante de los derechos del niño como persona discapacitada». Según su madre, «le corresponde a Dios decidir qué cuándo y cómo debe morir» y luche por su vida.
La madre prometió no darse por vencida, y defendió que los médicos y los jueces deberían tener en cuenta las creencias religiosas de la familia y el hecho de que no están de acuerdo «con la idea de la dignidad en la muerte» ya que «imponerla y acelerarla con ese propósito es profundamente cruel».
Pero, según una sentencia anterior, «los sentimientos individuales y las creencias religiosas son insuficientes para evitar la conclusión de que la continuación del tratamiento de soporte vital ya no es lo mejor para este niño moribundo, que está a semanas de una muerte que de otro modo ocurriría por un deterioro gradual y posterior fallo de sus órganos seguida de un fallo en su corazón».
«Solo se puede dar consentimiento para el tratamiento médico cuando sea en el mejor interés del paciente y la consecuencia de la evaluación del juez es que el tratamiento de soporte vital continuo para el niño no será lícito, incluso por un período de días o semanas».
En declaraciones a la cadena SkyNews antes de la vista, la madre habló de la «ansiedad» que sufren ella y el padre del menor, tras haber sido «arrastrados» por los tribunales a un camino que no quieren tomar y denuncia que han sido tratados «sin compasión».
La madre calificó los últimos meses como «muy difíciles», una «montaña rusa emocional». «La ansiedad de que me digan que le quitarán el soporte vital a Archie ha sido terrible».
También, en declaraciones a Radio u de la BBC, insistió en que el futuro de su hijo «no debería depender de las decisiones de un tribunal o del hospital» sino que estas «deben ser tomadas por los padres».
«No creo que me esté aferrando a la esperanza, solo estoy pidiendo un tiempo realista para que mi hijo se recupere de una lesión cerebral»,detalló la madre.
«Querían apagar la máquina el tercer día, ¿cuál es la prisa?», se preguntó.
La cuestión esencial que plantea este dilema es si los jueces deben ser quienes estén capacitados para ordenar la muerte de u ser humano.
Pero vivimos en una Sociedad progresista woke de izquierdas compleja, e incluso contradictoria, en donde estamos en contra de la pena de muerte pero no de otra forma de la misma que es la Eutanasia no aceptada por el moribundo ni su familia, y se da a los Jueces un poder omnímodo sobre la vida en atención a criterios de “oportunidad” de “bien ajeno” sin contemplar la opinión de ese ser “ajeno” o de sus padres.
Es decir, una izquierda de se otorga el derecho a decidir cundo tenemos que morir.
Otro acontecimiento poco comprensible es el de la reciente aplicación de la Eutanasia a un preso tetrapléjico en espera de la celebración de su juicio por asesinato y lesiones.
No es aplicable la pena de muerte pero si la "eutanasia reparadora". Lamentable.
Muy desesperanzador.
Y concluiremos, como siempre con un video musical, Banda sonora de la película “La muerte tenía un precio”
©2024 JESÚS FERNÁNDEZ-MIRANDA Y LOZANA
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