Puedes contemplar en mí esa estación del año
en que las hojas amarillas, unas cuantas
o tal vez ninguna, penden de las ramas
que tiemblan bajo los vientos fríos,
coros desnudos y desolados,
donde ha poco cantaban gentiles ruiseñores.
Ves en mí el crepúsculo del día,
cuando se funde en el ocaso
tras la puesta del sol,
y que extingue poco a poco la sombría noche,
segunda persona de la muerte,
que sella todo con el reposo.
Ves en mí el resplandor de un fuego
que yace sobre las cenizas de su juventud,
como hacía sobre el lecho mortuorio
en que debe expirar,
consumido por la llama que le nutría.
He aquí lo que percibes,
que robustece más tu amor
para amar tiernamente
lo que habrías de abandonar dentro de poco.
WILLIAM SHAKESPEARE [1]
La poesía de W. Shakespeare encierra, pese a que en su traducción al español pierda su ritmo y su cadencia, una belleza evidente.
El hombre envejece y con ello se le plantean situaciones nuevas, sensaciones distintas, experiencias imprevistas.
Caben dos interpretaciones del poema que reproduzco.
La primera sería la reflexión del propio anciano en relación consigo mismo. Recuerda que fue árbol cuajado de hojas en que cantaban los ruiseñores y que ahora tiembla desnudo bajo los vientos fríos, y se contempla como ocaso del sol abocado a la noche o fuego que se extingue sin llama, para acabar con un canto al amor hacia lo que uno mismo es, que se refuerza pese a que haya de abandonarse al no ser, dentro de poco.
Otra interpretación sería la del lamento dirigido a la amada, recordándole lo que uno fue y ya no es, esperando acaso que, pese a ello, y percibida la decadencia de la ancianidad, se ame lo que se ve, el hombre avejentado, digno de un amor robustecido, pese a que se habrá de abandonar en breve tiempo.
Un joven jamás hará una reflexión parecida. Su insultante gallardía, fuerza y decisión, le hacen inmune al paso del tiempo, que inexorable, habrá de llevarle a la pronta tumba o a una vejez inevitable.
Hoy, en una sociedad hedonista, maleducada y oportunista, se desprecia la ancianidad como a una lacra, sin valorar ni la experiencia acumulada con los años, que atempera el buen juicio y el criterio, ni el sosiego que impone contemplar la vida desde una atalaya en la que ya nada sorprende.
Que cierto es que con el paso de los años uno ríe menos, pues la carcajada sólo la produce una ocurrencia sorprendente y a la experiencia le sorprenden ya pocas cosas.
Pero también es cierto que se llora menos, pues el alma se ha venido curtiendo de momentos amargos, tristes experiencias y luctuosos sucesos, haciéndose más dura, más resistente.
Efectivamente, el hombre mayor, como nos decía Cicerón “Alíos ego vidi ventos; alias prospexi animo procelas”, ha visto otros vientos y afrontado otras tempestades [2], y ello le hace ver la vida con otros ojos, otras actitudes y otros valores o prioridades.
La vejez y la cercanía de la muerte y su próxima e incluso afectuosa contemplación ─cuestión que mis lectores saben que he tratado en múltiples ocasiones─ es algo tan generosamente consustancial a la vida, que, aunque cada día más frecuente ─pues los hombres mueren cada vez con mayor edad─ merece respeto, consideración y análisis, que quiero dedicarle en esta reflexión heteróclita, pues generosidad de la vida, y no otra cosa, es permitir al hombre alcanzar el estado de vejez.
Qué duda cabe que la madurez, en innumerables ocasiones, produce una inevitable nostalgia del pasado ─“O témpora! O mores!” Oh Tiempos, Oh Costumbres [3] ─ pero también es cierto que en ella se acrisolan todas las experiencias vitales, que, siempre que el individuo haya tenido inquietudes intelectuales, habrá de haberle enriquecido de modo sustancial llenándole en plenitud.
Y no quiero caer en la petulancia de pensar que la vejez implique plenitud, satisfacción o felicidad. No quiero ser como esos personajes descritos por Zweig, que efectivamente resultan difíciles de soportar por la manera sonora y ostentosa que tienen de ser permanentemente felices [4].
No, la vejez es, qué duda cabe, decadencia, pues el cuerpo pierde su potencia, los achaques asedian al sujeto y pese a ello, salvo que el destino castigue al anciano con una demencia senil o un Alzheimer, mantendrá, en su envoltura doliente, un espíritu vivaz, capaz y alerta.
Ya lo decían Chateaubriand: “Es un suplicio conservar intacto el propio ser intelectual aprisionado en una envoltura material desgastada” [5]; o La Rochefoucauld “La vejez es un tirano que prohíbe, bajo pena de muerte, todos los placeres de la juventud” [6].
Sin embargo, y pese a ello la vejez tiene también sus ventajas y sus momentos dulces. Recordemos a tal efecto la frase “Vieja madera para arder, viejo vino para beber, viejos amigos en quien confiar, y viejos autores para leer” [7].
Pensarán, por otra parte, mis lectores que hablo desde la experiencia, pues naturalmente para escribir lo que estoy escribiendo debo ser un anciano.
No crean, tengo más de 60 años, pero me falta cumplir algunos para llegar a los 70 años, aunque a ellos me vaya acercando, pero hoy en día, eso no es ser anciano, aunque el diario ABC en su día publicase, ya hace años, la noticia de un “Anciano de 60 años muerto al ser arrollado por un tranvía”
Pero tampoco se es joven a esta edad, y ya se comienza a vislumbrar no el invierno, pero si el otoño de la vida.
Y uno empieza a ser consciente, como Montaigne de que “Nadie te devolverá los años, nadie te entregará otra vez a ti mismo, la vida seguirá por donde empezó, no revocará su curso ni lo suprimirá. No hará ruido ni avisará de su velocidad. Fluirá en silencio. No se alargará por orden del rey ni en favor del pueblo. Correrá tal como empezó el primer día, no se desviará ni detendrá. ¿Qué sucederá? Tú estás ocupado, la vida se da prisa. Con todo, vendrá la muerte, a la que, quieras o no, hay que entregar el tiempo” [8]
Sé que a muchos molesta cualquier reflexión sobre la vejez y la muerte, pues les aterra el sólo hecho de que inevitablemente se aproximen ambas, incluso solo la parca sin ser acompañada de la vejez. Sin embargo creo que es tema digno de ser tratado, pues como dijera Jean Jaurès, “Le courage, c’est de chercher la vérité et de la dire” [9], es decir, que el verdadero coraje está en buscar la verdad y decirla, y que nada más cierto que nuestra vida está abocada a la muerte, vejez o no de por medio, y mejor que lo sea con una vejez sana, larga y digna.
Nada hay peor, sin embargo que el envejecimiento inconsciente, el no darse cuenta del paso de los años. Y así no hay nada más ridículo que un viejo juvenil en modos y modas, como las jóvenes Ladies a que se refería Chateaubriand “Recordaba los versos que escribía entonces a dos jóvenes ladies que se habían hecho viejas a la sombra de las torres de Westminster; torres que volvía a encontrar erguidas como las había dejado, mientras que al pie de ellas habían quedado enterradas las ilusiones y las horas de su juventud, sin que se percataran de ello” [10]
De todas formas, dejémoslo ya, no vaya a ser que alguien me recuerde, como La Rochefoucauld que “A los viejos les gusta dar buenos consejos, para consolarse de no poder dar malos ejemplos” [11].
No quiero concluir esta reflexión heteróclita sin referirme a algo que mis críticos me manifiestan muy frecuentemente frente a mis escritos cuando en ellos abundan las citas a otros autores, llegándome a decir, incluso, que no por muchas citas que realice refuerzo mis argumentos, sean o no aceptables, y en este punto solo quiero mediante una nueva cita justificar esta, según algunos, malhadada costumbre, pues como Montaigne con tales citas “hago decir a los demás, no como guías sino como séquito, lo que yo no puedo decir con tanta perfección, ya sea porque mi lenguaje es débil, ya sea porque lo es mi juicio” [12] aserto que no quiero dejar de completar con una última afirmación, como chanza, pues es de todos conocido que “Quid latine dictum sit, altum videtur” que en román paladino significa que cualquier cosa que se diga en latín, suena más profunda, y así mi escrito, si no lo fuere, al menos parecerá culto.
Sin embargo, pese a la aparente tristeza de este POST, no quiero despedirme sin otra nueva cita, en este caso de Albert Camús, que hago mía con dos correcciones que le introduzco (entre paréntesis):
“Tengo en mi (alma) demasiada juventud para poder hablar de la muerte (y de la vejez)”
Y pensemos como Victor Hugo, en frases que me ha pasado un íntimo amigo asturiano
"Te estás volviendo viejo -me dijeron-, has dejado de ser tú, te estás volviendo amargado y solitario. No, respondí; no me estoy volviendo viejo, me estoy volviendo sabio. He dejado de ser lo que a otros agrada para convertirme en lo que a mí me agrada ser, he dejado de buscar la aceptación de los demás para aceptarme a mí mismo, he dejado tras de mí los espejos mentirosos que engañan sin piedad. No, no me estoy volviendo viejo, me estoy volviendo asertivo, selectivo de lugares, personas, costumbres e ideologías. Si he dejado ir apegos, dolores innecesarios, personas, almas y corazones, no es por amargura es simplemente por salud. No, no me estoy poniendo viejo, estoy comenzando a vivir lo que realmente me interesa”.
Y para concluir una preciosa Canción del payador argentino, Nelson Luna, dedicada a su padre, a quien le dice "...que se te viene la noche... y se te va yendo el día"
Jesus, con la lectura de la reflexion de hoy, en la que me encuentro inmerso, me ha producido una sensacion de alivio, esperanza y paz interior. Un fuerte abrazo Ciriaco
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