Tumba de santa Cecilia, Catacumbas de San Calixto, Roma |
Para
vivir un año es necesario
morirse muchas veces mucho.
Ángel
González
Van muriendo nuestros recuerdos, nuestras sensaciones
nuestros amigos y parientes, nuestras ambiciones.
Hasta el máximo placer es llamado “la petite mort” por
nuestros vecinos franceses, como si experimentarlo matase parte de nuestro ser.
Solo falta que muramos, del todo, nosotros mismos para
alcanzar la plenitud de esa muerte que vivimos cada instante.
Según Albiac:
“… el
fin del mundo no sucede un día, a una hora, en un instante; el fin del mundo es
cada instante en el cual el mundo existe, porque jamás podremos remontar el
flujo herácliteo del tiempo, y ese mundo que fue se extingue en el acto mismo
de nombrarlo. Y, con él, nosotros. (…………) La muerte, como el fin del mundo,
sucede en cada partícula del tiempo, es el tiempo. Y así lo supo San Agustín,
ásperamente empeñado en ser griego en cristiano: «¿Qué
es el tiempo? Si nadie me lo pregunta lo sé; pero si quiero explicarlo al que
me lo pregunta no lo sé... Porque los dos tiempos de pretérito y futuro, ¿cómo pueden
ser, si el pretérito ya no es él y el futuro todavía no es? Y en cuanto al
presente, si fuese siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería
tiempo, sino eternidad».”
Y a tal tránsito del tiempo, inexplicable, acomete otro
Grande, Quevedo en su verso “soy un fue y un será y un es
cansado”
Esa fuga inescrutable del tiempo, ha inspirado a todo
escritor desde el nacimiento de la filosofía en la Grecia Clásica hasta
nuestros días.
Pero nada lo altera, y tras múltiples pequeñas muertes, todo se disolverá y no dejará rastro, y llegará el dormir
postrero.
¡Morir, dormir, dormir…
tal vez soñar!
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