“¿Qué es la vida? un
frenesí.
¿Qué es la vida? Una
ilusión,
Una sombra, una
ficción,
Y el mayor bien es
pequeño;
Porque toda la vida es
sueño,
Y los sueños, sueños
son.” [[i]]
Laméntase Segismundo
de su suerte considerando que todo en la vida no es más que un sueño, una
ilusión.
Pero, ¿hasta qué punto
no debemos pensar todos lo mismo que Segismundo?, ¿hasta qué punto nuestra vida
no es más que una quimera?
Hace unos días Gabriel
Albiac publicaba una columna en ABC en que reflexionaba acerca de este extremo
y en la que destaco estos párrafos:
“Todo el modelo del poder, todo el modelo de Estado que
define a la edad moderna cabe en esto: que el más impermeable de
los despotismos requiere la manufactura y gestión de las fantasías que forjan orden en las mentes humanas. Y que el sujeto
político no es más que el siervo de esa jerarquía de afectos con
la cual su imaginación es saturada.
Lo real en política no existe.
Ahí nace la política moderna. Que es una artesanía de lo imaginario, su muy bien calibrada escena. (y donde) hasta el último destello
de las candilejas, hasta el mínimo detalle de
esos decorados que deben suplir la vida con ventaja, han sido calculados para
desencadenar afectos en el espectador paciente: emociones primarias de amor,
odio, risa o llanto. Y bajo esa marea, la inteligencia es ahogada, sin remedio.
La libertad con ella: inteligencia y libertad son lo mismo.”
El artículo de Albiac me sugiere una pregunta:
¿Qué queremos, en definitiva, al aceptar ese juego de luces, esas candilejas,
esa puesta en escena, ese teatro del mundo?
Nietzsche, en su obra “Más allá del bien y
del mal”, considera que el hombre moderno se mueve en sociedad por instinto gregario
y en atención a una cuestión elemental que él llama “Imperativo del temor
gregario”
Su formulación es la siguiente:
“Quien
examine la conciencia del europeo actual habrá de extraer siempre, de mil
pliegues y escondites morales, idéntico imperativo, el imperativo del temor gregario:
¡¡¡Queremos
que alguna vez no haya ya nada que temer!!!
Alguna
vez…
La
voluntad y el camino que conduce hacia allá llámase hoy, en todas partes de
Europa, «progreso».” [[ii]]
Es decir, conforme al enunciado del filósofo
y melómano, el hombre moderno, amparado en la masa, en el conjunto de los demás
ciudadanos, en la sociedad democrática, lo que quiere es obviar sus temores:
“sentirse seguro”, para él el progreso es sinónimo de seguridad.
Y lo grave es que este
“hombre moderno” a cambio de esa seguridad, —o más exactamente: sensación de
seguridad— está dispuesto a ceder parte de su libertad, (según Albiac de su
inteligencia, pues ya hemos visto que este autor considera que libertad e
inteligencia son la misma cosa).
Ya
sé que no está de moda, que la corriente política y filosófica imperante no es
defender la excelencia de unos pocos, sino la extensión de dicha excelencia a
todos, que la filosofía romántica ha de considerarse superada, pero me resisto
a aceptarlo. Creo que en ella todavía persisten formulaciones que, aún hoy,
continúan siendo válidas.
¿O
acaso no tiene razón Nietzsche cuando nos dice?:
“… también aquí el miedo vuelve a ser el padre de la moral. Cuando los instintos más elevados y más fuertes, irrumpiendo apasionadamente, arrastran al
individuo más allá y por encima del término medio y de la hondonada de la conciencia gregaria,
entonces el sentimiento de la propia dignidad de la comunidad se derrumba,
y su fe en sí misma, su espina dorsal, por así decirlo, se hace pedazos: en consecuencia, a lo que más se estigmatizará y se calumniará será cabalmente a tales instintos. La espiritualidad elevada
e independiente, la voluntad de estar solo, la gran razón son ya sentidas como peligro; todo lo que eleva al individuo
por encima del rebaño e infunde temor al prójimo es calificado, a partir de este momento, de malvado.
Los sentimientos equitativos, modestos, sumisos, igualitaristas,
la mediocridad de los apetitos alcanzan ahora nombres y honores morales.”[ii]
Y es
precisamente esa reacción del
ciudadano global, de la sociedad estructurada, de protegerse frente a lo
temido, lo que, en definitiva, constituye el nudo gordiano de su
comportamiento.
Ya no
es importante lo que sea bueno en términos de desarrollo futuro o de mejora de las
condiciones de vida, sino que será bueno aquello que aleje nuestro miedo al
peligro. Pero ¿a qué peligro?
La
frase de Nietzsche al respecto, anteriormente mencionada, es la clave:
“¡¡¡Queremos
que alguna vez no haya ya nada que temer!!!” [ii]
Que no tengamos que temer ya, nunca más, por
nuestro trabajo, por nuestra vivienda, por nuestra familia, por nuestra
alimentación, por nuestra educación, por nuestra sanidad, por nuestro ocio…”
Y eso
¿Cómo se consigue?
El
problema radica en que mientras algunos, tal vez los más, están conformes con el
Ideal Utópico de la extensión de la excelencia a todos y asume el
comportamiento de respeto al orden social establecido; otros, tal vez los
menos, pero los más activos, están efectivamente contra el sistema y la paz, y hay
numerosos ejemplos de ello en lo que han venido a llamarse los “movimientos antisistema” que contradicen
el principio de coexistencia pacífica en aras del progresismo, con el objetivo
de alcanzar otra Utopía, la igualitaria, aunque sea por medio de la violencia y
fomentando los temores del resto de la sociedad con sus actitudes
transgresoras.
Es,
precisamente, a ese progresismo al que debemos oponer nuestra individualidad,
nuestro espíritu libre, para evitar que, como dijera Jünger:
Y eso
es precisamente lo que provocan los movimientos revolucionarios radicales, transformar
los “rebaños” en “hordas”.
No
nos olvidemos que conforme a la cita clásica “homo homini lupus est”, es decir, que el hombre es un lobo para el
hombre.
La
sociedad contemporánea no es, por desgracia, una balsa de
aceite en la que los individuos que la componen se integren en ella y sus
instituciones de forma voluntaria y pacífica, confirmando el orden constituido
mediante su acatamiento normal, libre, y no coaccionado.
Frente
a tal concepción, son numerosos los
ejemplos de incitación a proceder a una sistemática desobediencia de la Ley, de perturbación del orden y de deseo de imposición de las
propias ideas por la sinrazón de la
fuerza y mediante la transgresión de la sensación de seguridad de los conciudadanos
Pero
es que esa lucha contra el “temor al peligro” se extiende en nuestra sociedad a
situaciones difícilmente conciliables incluso con el derecho de
autodefensa, así ya Nietzsche nos dice en el s.XIX algo que hoy es el catecismo
del progresismo jurídico penal:
“Finalmente, en situaciones de mucha paz faltan cada
vez más la ocasión y la necesidad de educar nuestro propio sentimiento
para el rigor y la dureza; y ahora todo rigor, incluso en la justicia, comienza
a molestar ala conciencia; una aristocracia y una autorresponsabilidad
elevadas y duras son cosas que casi ofenden y que despiertan desconfianza,
«el cordero» y, más todavía, «la oveja» ganan en consideración. Hay un punto en la historia de la sociedad en el que
el reblandecimiento y el languidecimiento enfermizos son tales que
ellos mismos comienzan a tomar partido a favor de quien los perjudica,
a favor del criminal, y lo hacen, desde luego, de manera seria y honesta. Castigar:
eso les parece inicuo en cierto sentido, la verdad es que la idea del «castigar» y del «deber castigar» les causa daño, les produce miedo. «¿No basta con volver nopeligroso al criminal? ¿Para qué castigarle además? ¡El castigar es cosa terrible!» la moral del rebaño, la moral del temor, saca su última consecuencia con esa interrogación. Suponiendo que fuera posible llegar a eliminar el
peligro, el motivo de temor, entonces se habría eliminado también esa moral: ¡ya no sería necesaria, ya no se consideraría
a sí misma necesaria!” [ii]
Efectivamente, nuestra sociedad huye del
castigo, y profundiza en conceptos más
socialmente confortables como la reeducación o la reinserción del criminal, que en la práctica resultan
mayoritaria y lamentablemente inútiles.
Pero sea todo en honor de la obra de teatro
que representamos, no desentonemos con las candilejas ni con el attrezzo, y si
es preciso, que sean otros quienes hagan el trabajo sucio entre bambalinas,
pero sin enterarnos; idealicemos nuestra Sociedad, considerémosla fruto de nuestra bonhomía, aceptemos el deseo general de no tener más temores, y convezámonos de que podemos
vivir en una situación permanente de paz y armonía. Pero ya
que aceptamos vivir en una permanentemente representada obra de teatro, seamos
al menos conscientes de que, como dijera Shakespeare, por boca de Próspero:
“Ahora,
nuestro juego ha terminado. Estos actores, como dije, eran sólo espíritus
y se han fundido en el aire, en la levedad del aire; y al igual que la efímera obra de esta visión, las altas torres que las nubes tocan, los
palacios espléndidos,
los templos solemnes, el inmenso globo, y todo lo que en él habita, se disolverá; y, tal como ocurre en esta vana ficción, desaparecerán
sin dejar humo ni estela. Estamos hechos de la misma materia
que los sueños
y nuestra pequeña
vida cerrará
su círculo
con otro sueño.”[[iv]]
Y hago mío, como conclusión de esta reflexión, el final de la
citada columna de Albiac:
“Riámonos,
ya que no hay manera de salvarnos. Con el Quevedo que pone en burlón verso
castellano el severo moralismo de Epicteto:
«No
olvides que es comedia nuestra vida
Y teatro
de farsa el mundo todo,
que muda
el aparato por instantes
y que
todos en él somos farsantes»
Todos, Ellos (los políticos). Nosotros (los ciudadanos)”
Creo que esta entrada no se merece menos que un sólido acompañamiento musical, el Concierto nº 5 para Piano y Orquesta "El Emperador" de Beethoven interpretado por Rubinstein