Nos dice el Académico de la Historia José Godoy Alcántara en 1871, en su obra “Apellidos Castellanos”
El
nombre, propiedad al abrigo de los caprichos y vicisitudes de la fortuna, es el
lazo moral que liga, en la sucesión de los tiempos, la sucesión de los
individuos y que parece responder a ese innato secreto anhelo del hombre por
prolongar más allá del sepulcro su existencia de un momento.
El
heroísmo debe sus más bellos ejemplos a ese sentimiento del honor del nombre,
primero y último de nuestros bienes, que nos preocupa hasta después de nuestra
muerte, no pareciéndonos excesivas las más minuciosas precauciones para evitar
su extinción o salvarle del olvido.
El nombre de familia, el apellido no aparece sino con la sociedad romana. Hoy se ha demostrado que fue tomado de los etruscos.
Ningún
pueblo como el romano ha rendido culto tan especial a la memoria de sus
antepasados bajo la denominación de lares y Penates; hizo de ellos divinidades
en las circunstancias reales de la vida, les pedían Consejo y auxilio.
El nombre romano se componía del pronomen que se dio de
cada individuo como Publio. El nomen, que era el de la familia, o gens como
Cornelio y si era familia con muchas ramas , el cognomen, que era el de la rama
familiar correspondiente como por ejemplo Publio Cornelio Léntulo. Finalmente
se añadía, en ocasiones, una especie de sobrenombre particular o agnomen, como
en los Escipìones “Publius Cornelius Scipió Africanus”.
Con la disolución del imperio fueron extinguiéndose los
nombres hereditarios.
Con la invasión de los bárbaros, los nombres que tan
poderosamente contribuyeron a la creación y conservación de la nacionalidad y
la grandeza de Roma, confundiendo la gloria de la nación y de la familia, desaparecieron.
Los pueblos del norte traían nombres personales y
significativos, nacidos de las ideas de audacia, fuerza física, poder fatal,
poder material, intrepidez, rapidez, etcétera.
Los nombres germanos bastan por sí solos para dar una
idea de la raza que los llevaban: hablan de guerra, combate, victoria, altivez
salvaje, y con ellos nunca se incorporan expresiones malignas o despectivas tan
frecuentes en el nombre romano.
El nombre romano, que refleja más el culto a las virtudes
sociales, cede lugar al nombre germano, que significa independencia del
individuo, confianza del guerrero en su fuerza, valor personal, pasión por los
tesoros, nobleza, generosidad, protección al débil y que lleva en germen nociones
e ideas que, depuradas más tardes por un sentimiento Cristiano, producirán las
semillas de la caballería.
En la España visigoda se mezclan los nombres romanos y
góticos, y a lo largo de los siglos VII y VIII se empiezan a usar como
apellido, informalmente, toponímicos —Ermengol de Amaya— y comienzan a usarse
los sufijos -iz y -ez unidos al nombre del padre como apellido con el significado de "hijo de"—Sancho Lopez
ó Octavius Fernández—
No obstante estas formulas no se perpetúan y durante los
siglos X a XVI no hay un orden real en materia de apellidos.
Los primeros registros conjuntos de empleo de los dos
apellidos datan del siglo XVI, en especial entre la clase de buen linaje de
Castilla, pero no fue hasta bien entrado el siglo XIX cuando se extendió por el
resto del territorio con la creación del Registro Civil (1857) y la obligación
de inscribir a los nacidos con dos apellidos, el del padre y el de la madre.
Y, como siempre, para terminar esta “ Relexión
Heteróclita” os traigo una nueva pieza musical, hoy “Nessun dorma” de la Ópera
Turandot de Puccini, interpretada por
Luciano Pavarotti, y en la que se contiene la frase “mi nombre nadie sabrá”
©2024 JESÚS FERNÁNDEZ-MIRANDA Y LOZANA
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