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sábado, 22 de mayo de 2010

EL TECHO DE CRISTAL

Un comentario a mi post anterior “Rojo, utópico y feminista” me pregunta:
“¿Que encierra el concepto "la defensa de la mujer en su propia esencia"? Suena rancio.” Voy a intentar explicar lo que se me pide. Desde que la Vicepresidenta del Gobierno, doña Maria Teresa Fernandez de la Vega, nos deleitase con una anécdota familiar hablándonos de sus tías Elisa y Jimena, que según relató doña Maria Teresa sufrieron una clara discriminación en la Universidad: "Techo de cristal que ni Elisa ni Jimena pudieron traspasar y que hoy casi un siglo después aún existe para las mujeres" Desde entonces no he vuelto a escuchar el término en cuestión. En el lenguaje del colectivo de ejecutivas feministas españolas se conoce como “techo de cristal” a la barrera casi infranqueable que tiene que romper la mujer para acceder desde los puestos intermedios de la empresa a las esferas de alta dirección. Se denomina así por su carácter de invisibilidad, que viene dado por el hecho de que no existen leyes ni dispositivos sociales establecidos ni códigos visibles que impongan a las mujeres semejante limitación, sino que está construido sobre la base de otros rasgos que por su invisibilidad son difíciles de detectar. Sinceramente no estoy al cabo de la calle. La expresión “techo de cristal” había sido tradicionalmente utilizada para referirse a las situaciones en la que alguien es incapaz de ocultar realidades que el afectaban y que no era capaz de mantener ocultas. Así se decía de alguien que “tiene el techo de cristal” para describir su vulnerabilidad por el conocimiento de los aspectos que creía más íntimos y reservados y que sin embargo podían llegar a ser de general y público conocimiento. Y esa era la acepción por mi conocida. Pero a partir de los años 70 el término ha venido siendo utilizado, actualmente con plena eficacia, para referirse a aquella situación de discriminación de la mujer, perdiendo su antiguo significado. La cuestión que se plantea es la de determinar quienes, en la sociedad, han sido los constructores de ese techo de cristal, de esas barreras a la promoción profesional de las mujeres y su acceso a los más altos escalones de la responsabilidad empresarial o política. La contestación, desde las posiciones feministas radicales, es que tales barreras han sido establecidas por los hombres que no quieren ver peligrar su posición social, su control de los núcleos de poder de la sociedad, en beneficio de las mujeres, trasladando la retórica marxista de la lucha de clases a la “lucha de sexos” por el control de los mecanismos de poder de la sociedad. Las cosas, no obstante, me parece que no son tan sencillas. ¿Se trata de establecer una absoluta equiparación entre hombres y mujeres sin tomar en consideración sus diferencias, que realmente existen, psicológicas y fisiológicas? ¿Acaso no existen elementos sociológico-históricos difícilmente superables a la velocidad que pretenden los feministas? Hay un libro, gracioso y esencialmente básico o simplista, llamado “Por qué los Hombres no escuchan y Las Mujeres no entienden los Mapas” de los ingleses Allan y Bárbara Pease, que trata de explicar las diferencias existentes entre ambos sexos como consecuencia de los diferentes roles que históricamente han asumido, durante milenios, unos y otras. Sin embargo, y con el riesgo de ser tachado de machista, creo que deberíamos formularnos algunas otras cuestiones incomodas: ¿Hasta que punto no son responsables de esa realidad social las propias mujeres? ¿Hasta que punto no contribuye la mentalidad de nuestras propias madres y abuelas a fomentar una visión machista de la Sociedad? ¿No debería centrarse la educación por la equiparación sexual en modificar las concepciones machistas de las propias mujeres sobre su papel en nuestra Sociedad? Por otra parte ¿En que medida afectan los roles vinculados a los procesos reproductivos humanos a las aspiraciones de las mujeres? Lo cierto es que en los planteamientos de nuestra sociedad la conquista de los puestos de control, de poder, en el mundo empresarial y político, exige una dedicación casi exclusiva del sujeto a sus responsabilidades profesionales precisamente en la edad en que por naturaleza deben producirse los procesos reproductivos. La consecuencia de ello es que en las Sociedades occidentales desarrolladas cada vez es más frecuente la figura de las “primiparas añosas”, como se denomina en el argot médico a las primerizas mayores de treinta años. Es decir, mujeres que han retrasado el ciclo reproductivo por exigencias de la dedicación demandada por sus obligaciones profesionales, hasta el momento en que han alcanzado una posición en la escala de poder que les permite ciertos “abandonos” de su dedicación profesional exclusiva y excluyente, sin perjudicar su carrera. Son numerosos los instrumentos que se están tratando de poner en marcha para corregir los desajustes de los roles de la madre y el padre en relación con los recién nacidos. Así, los permisos de paternidad o las medidas laborales tendentes a conciliar la dedicación de madres y padres en el cuidado de los hijos. Sin embargo, son numerosas las opiniones científicas contrarias al retraso en la edad de concepción por parte de las mujeres, pues estadísticamente está demostrado que el porcentaje de alteraciones genéticas en los fetos crece exponencialmente en relación con el incremento de edad de las madres, al tiempo que son mayoritarias las opiniones médicas que aconsejan la lactancia materna en las primeras semanas de vida como instrumento esencial para una adecuada conformación del sistema inmunológico de los niños. ¿Cómo pueden conciliarse estas exigencias científicas con la compatibilidad entre la dedicación profesional absorbente que demanda una carrera profesional ambiciosa y la dedicación del tiempo de las mujeres a la maternidad y lactancia? De lo que no cabe duda alguna es que los hombres no puede sustituir a las mujeres en los roles fisiológicos que a estas corresponden en los procesos reproductivos. Y aquí volvemos a conectar, aunque desde un prisma diferente, con las políticas “malthusianistas” de los programas de natalidad de los países en desarrollo fomentada por los organismos competentes de Naciones Unidas. El objetivo es la reducción de la natalidad en un mundo sobre habitado, a cuyo efecto no dejaría de ser instrumento válido la reducción de la natalidad por vía de fomentar la mayor dedicación laboral de las mujeres, pues esta, en los deshumanizados esquemas laborales del mundo contemporáneo, sería incompatible con aquella. El riesgo es que, a largo plazo, acabemos conformando dos “clases” de mujeres, las dedicadas a la maternidad, no implicadas en el mundo laboral, o implicadas en el mundo laboral básico, sin pretensiones de acceso a los más altos escalones de poder, y las dedicadas a sus carreras profesionales previa renuncia a la maternidad. La consecuencia sería nefasta, pues supondría tanto como la creación de una “Mujer No Madre” como representante de las mujeres en los más altos niveles de poder del mundo empresarial o político. ¿Es esto lo que desean las feministas? No lo creo. Pero los tópicos feministas radicales arraigados en esta materia parecen indicar lo contrario. Efectivamente una mujer “realizada” socialmente, prioritariamente dedicada a su mundo laboral, que retrase o incluso renuncie a la maternidad en beneficio de su carrera profesional o política, amparada en la práctica del libre aborto si la maternidad se presenta indeseada o inoportunamente, parece ser el modelo de mujer que propugnan los movimientos radicales feministas. Personalmente no sé que medidas hay que adoptar para solucionar el dilema tratado, pues ciertamente no podemos pedir a la mujer que renuncie a la maternidad en aras a su mejor carrera profesional, ni viceversa, pero no creo que el modelo feminista comentado sea el ideal. No creo, tampoco, en los procesos de “discriminación positiva” es decir la técnica de equiparación en la que se prima al presuntamente discriminado, estableciendo políticas que dan a un determinado grupo social, étnico, minoritario o que históricamente haya sufrido discriminación a causa de injusticias sociales, un trato preferencial en el acceso o distribución de ciertos recursos o servicios así como acceso a determinados bienes, con el objetivo de mejorar la calidad de vida de esos grupos desfavorecidos, y compensarlos por los prejuicios o la discriminación de la que fueron víctimas en el pasado, pues tal práctica es injusta en relación con los “no discriminados” que se ven relegados en beneficio de los “discriminados” sin considerar méritos o derechos, siendo en consecuencia frontalmente opuesto al principio de “igualdad de oportunidades”. La realidad es que la existente discriminación de la mujer en las sociedades occidentales no tiene una solución a corto plazo, y no parecen lo más adecuado el establecimiento de “cuotas femeninas” mínimas en toda clase de actividades sociales, desde las listas electorales de los partido a los Consejos de Administración de las Sociedades, sin tener en cuenta la “capacidad” y el “merito” de los individuos, sean hombre o mujeres. Posiblemente en nuestra generación, nacida en plena mitad del siglo pasado, las mujeres hayan tenido menor preparación intelectual y profesional que los hombres, lo que las ha relegado a posiciones secundarias en el mundo laboral o profesional, o incluso han quedado excluidas del mismo por elegir la dedicación familiar. Pero esa situación está cambiando radicalmente. Hoy en día las mujeres que estudian en la Universidad son inmensa mayoría respecto de los hombres. Y eso a medio plazo implicará la mayor presencia de las mismas en puestos de relevancia empresarial, profesional o política. Solo sé que es muy fácil caer en los tópicos y la demagogia y muy difícil acertar, habrá, tal vez, que dejar que la vida continúe fluyendo para ver por dónde van los tiros, y profundizar en el cambio de la mentalidad social que permita a la mujer, sin renuncias, avanzar en esta materia hacia el logro de sus objetivos; Eso si, respetando su propia esencia y sin tratar de convertirla en el varón que no es.

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