En muchas ocasiones, aprovecho el ocaso de las luces del día para tratar de encontrar la vena de inspiración que me permita expresar, sobre el papel, las ideas que, a lo largo de día, hayan mantenido encadenados mis pensamientos.
En los meses de abril y mayo, son las horas en que los vencejos, mis viejos compañeros de cada primavera, revolotean entre sus alegres chillidos en los cielos de Madrid, en esas tardes en que todavía los calores del verano no agostan los campos ni las paciencias, y se abren a la calle las ventanas para permitir el acceso del aire fresco del atardecer. En el invierno son esas tardes lluviosas en que lo desapacible de la calle te lleva a refugiarte en una cálida habitación, sobre la mesa, con tus papeles y tu perro tumbado en el sillón de la esquina, esperando que te levantes a leer para cederte el sitio.
A lo largo de mi vida he disfrutado, siempre, de dos momentos mágicos del día: el amanecer y el atardecer.
Esa sensación del amanecer, sobre todo en el campo, en que la media luz de la mañana permite comenzar a distinguir las formas sin sombra de cada objeto, es difícilmente comparable a nada.
Sin embargo los amaneceres son momentos que generalmente se disfrutan poco, pues habitualmente se viven como final de una noche que se extingue o como comienzo, laborioso, de un nuevo día
El atardecer, por contra, es momento de paz, de reflexión, de resumen del día que se extingue, y su juego de luces, invirtiendo el ciclo de la mañana, difumina la imagen de los objetos, que poco a poco se disuelven en la oscuridad que va avanzando.
Generalmente el alma se adormece en estas situaciones placenteras, y como dijera Oscar Wilde “los placeres sencillos son el último refugio de los hombres complicados” y la verdad es que yo conozco a pocos hombres sencillos.
Y en esas ocasiones es fácil llegar a una simple conclusión: El fluir del tiempo descoloca, ¡¡¡en cuantas ocasiones!!! a los protagonistas de cada historia, de cada realidad, de cada episodio vital en el que se auto complacen .
Chateaubriand, al que cito últimamente tal vez en demasía, recoge la misma idea en un delicioso párrafo de sus obras:
“Recordaba los versos que escribía entonces a dos jóvenes ladyes que se habían hecho viejas a la sombra de las torres de Westminster; torres que volvía yo a encontrar erguidas como las había dejado, mientras que al pie de ellas habían quedado enterradas las ilusiones y las horas de su juventud de mis amigas.”
Recuerdo también, a un viejo profesor universitario, con el que durante algún tiempo compartí ratos de tertulia, que lastimeramente se quejaba:
“El gran peligro de la docencia es que no te das cuenta del paso del tiempo, pues cada curso, año tras año, te enfrentas a jóvenes de la misma edad, 20 o 21 años, y te crees que como por ellos tampoco por ti pasa el tiempo.... hasta que contemplas tu imagen avejentada ante el espejo”
O la frase que hace años escuché a mi madre:
“Te das cuenta de que eres mayor el día que descubres que los soldados son niños”
Todas estas reflexiones no hacen sino poner de manifiesto el devastador efecto del paso del tiempo: La Vejez, la decadencia.
En las culturas antiguas la vejez era sinónimo de sabiduría. El Senado, concepto procedente del latín (senectus-vejez), era la reunión de los sabios-viejos, que desde su experiencia ordenaban la vida de la comunidad.
Hoy la vejez es sinónimo de inutilidad. Lo viejo es lo inservible y los viejos, nuestros mayores, están en esa categoría contemplados.
“¡¡¡¿Viejo?!!! ya llegaras a ello, rapacín, si el diablo no te lleva antes” protestaba un anciano ante las prisas de un mozalbete que le apremiaba: ¡¡¡deje paso, viejo!!!
Y sin embargo olvidamos algo esencial, la experiencia, la memoria, la capacidad de juicio tamizada por la multitud de vivencias que se han filtrado por el alma, constituyen una riqueza que difícilmente pueda suplantarse por el espíritu combativo e impertinente de los jóvenes.
Salvo que como en el tan manido chiste, el abuel esté entre las medias luces del ocaso y pregunte:
¿Cómo se llama, hijo, que no me acuerdo, esa novia alemana tan pesada que me he echado?
Alzheimer, abuelo, Alzheimer......
Pero tampoco quiero olvidar que la vejez implica, también, una vuelta a los principios aprendidos en la infancia, a lo “aprendido en casa”, de tal modo y manera que el adulto toma conciencia en su vejez de que “su madre tenía razón”, lo me recuerdan el discurso de la vejez aniñada que aparece extensamente reflejado en Erasmo, quien en su “Elogio de la Locura” y por boca de la diosa “Estulticia” nos cuenta como es ella misma, ayudada por las ninfas ”Lethé” (el olvido) y “Anoia” (la demencia) quienes vuelven nuevamente niños a los viejos:
(SIC) “Cuanto más se acerca el hombre a la senectud, tanto más se va asemejando, por nuestro concurso, a la infancia, hasta que al modo de esta, el viejo emigra de la vida sin tedio de ella ni sensación de morir.”
aniñamiento que la Diosa y sus compañeras aplicarían al ser humano como remedio para evitar al hombre el sufrimiento insoportable que para él implicaría, en caso contrario, la propia vejez; y ese aniñamiento según manifiesta el propio Erasmo por boca de la Diosa, sería bondadoso no solo para con el mismo anciano, sino también para cuantos le rodean, pues:
(SIC) ¿Quién podría soportar la relación y trato con un viejo que a su enorme experiencia sobre las cosas, uniera parigual vigor mental y agudeza de juicio?
Ejemplo de esa actitud infantil propia de la vejez, sería la del anciano a quien conocí en Asturias, hace años, una tarde lluviosa de agosto, conduciendo con su vara de avellano su carro de vacas y que a sus más de 70 años y por el mero placer de hacerlo ―pues en ello no encuentra utilidad alguna― enyunta sus vacas al carro para realizar las labores que su yerno realiza, con su tractorcillo, en un tercio del tiempo empleado por él con su carro.
Sus vecinos afirman ante su actitud:
“que el buen anciano ya chochea… y que pierde más tiempo enyuntando y desenyuntando les vaques al carro, que el preciso para realizar las labores que luego acomete.”
¿Y qué le importará el tiempo, me pregunto yo, al buen paisano, si ya prácticamente ha agotado el que le concediera el destino….?
Lo único que a él le importa es poder enyuntar sus vaques al carro, como hiciera de rapacín, como le enseñase su padre, como hiciera el abuelo, como se “hacía en casa” ―antes de haber tenido que marchar a trabajar a Gijón para mantener a su familia― en un intento porfiado de recuperar una infancia y una juventud que se le escaparon de entre los dedos a fuerza de necesidad...y de años.
Solo y nada más, que eso…
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