Es preciso replantearse cual deba ser el papel de las “elites” sociales e intelectuales en el mundo contemporáneo.
Desde luego ya ha pasado el tiempo en que las declaraciones de los intelectuales o de los dirigentes sociales, de las élites en definitiva, tenían el efecto inmediato de crear opinión en la sociedad o de modelarla conforme a sus formulaciones teóricas.
Una de las razones por las que esas élites intelectuales no gozan ya del predicamento social de antaño es su substitución por lo que podríamos definir como “castas” sociales.
El concepto tradicional de “élite” responde a la idea de “excelencia”. En esta línea cabe la definición de élite elaborada por el sociólogo italiano Vilfredo Pareto:
“Hay hombres con cualidades extraordinarias ---más allá de la calidad ética o la utilidad social de dichas cualidades--- que se diferencian de la mayoría de la población por la capacidad óptima que tienen en cada rama de la actividad humana. Se puede formar una clase con aquellos que tienen las calificaciones más elevadas en el ramo de su actividad, y a ésta le da el nombre de elite.”
Sin embrago dudo que hoy en día subsista esa vinculación de los conceptos de élite y excelencia.
O al menos si existiese, no se trataría ya de excelencia cultural, científica o ideológica, sino meramente práctica: la excelencia en los mecanismos de acceso y mantenimiento en los resortes del poder en un proceso endogámico y autoalimentado. Lo que podríamos llamar excelencia en la praxis política.
Efectivamente, en nuestra sociedad la capacidad de “influencia” y de control del poder no corresponde ya a grupos de excelencia cultural o intelectual cuyas opiniones se consideren indiscutibles o al menos superiores, sino que las masas responden a otros parámetros de conformación de su forma de pensar y de actuar.
Los modelos de influencia social no son los intelectuales, no importa el conocimiento o la cultura, sino que los referentes son los “triunfadores” que alcanzan el reconocimiento social.
Tienen así mayor capacidad de alterar los comportamientos de la sociedad, el joven inculto, iletrado, pero triunfador en cualquier “reality show” o programa-concurso televisivo de gran audiencia, la estrella mediocre, de moda transitoria, que brille en el firmamento retratado por las revistas de papel couché, cualquier figurante del mundo de la “cultureta mediática” tan en boga, o el más inculto e iletrado de los políticos, con tal de que maneje adecuadamente los resortes de aquella “praxis política”, por encima de cualquier profesor universitario, pensador culto y profundo, o intelectual o ideólogo serio y trabajador, a quienes la moda social imperante tachará de “aburridos”.
Y eso se debe a que el destinatario de los menajes intelectuales es una mayoría social invertebrada, carente de inquietudes culturales, masificada y mecanizada en sus actos-respuestas.
Efectivamente el problema no es de clases sociales.
Es cierto que el proletariado, término que procede del latín “Proletarii” ---concepto que San Agustín utiliza en su “La Ciudad de Dios” y que aparece también en la “Republica” de Cicerón, para referirse a esa masa miserable e inculta de ciudadanos que formaban la clase social más baja de la antigua Roma a quien, por su incapacidad económica y cultural para asumir otras funciones políticas, económicas o militares, correspondía el duro trabajo físico y la multiplicación de la prole, no es ya, hoy en día, esa clase miserable y paupérrima, sino que está formada precisamente por su prole engendrada, urbanizada, autosatisfecha y pretenciosa, a la que el sistema educativo, en muchos casos incluso universitario, ha dotado de “instrumentos” de progresión laboral y económica, aunque no cultural, y por lo tanto carece de inquietudes intelectuales.
Pero lo mismo ocurre con las clases medias y altas de nuestra sociedad, quienes, en teoría deberían considerarse de mayor nivel cultural- intelectual, pero que no lo son.
Todas estas clases sociales en que tradicionalmente se dividía la sociedad, están hoy más preocupadas por garantizarse una situación económica desahogada, incluso lujosa, que por el pensamiento, las ideas o el conocimiento, homogeneizándose todas ellas en sus planteamientos vitales, de modo que nuestras sociedades están formadas por individuos que, pese a su diferente capacidad económica, responden a parámetros materialistas muy similares, conformando en definitiva una única “clase”, la de los “ciudadanos”, que solo se diferencian entre ellos por su dispar poder adquisitivo, no por sus planteamientos vitales.
Y esta nueva mayoría sociológica “desclasada”, poseedora no de “cultura” sino de “formación general básica”, como el sistema educativo en que se ha formado, no precisa de “sabios” miembros de una élite intelectual que le abra las “puertas de la sabiduría”, que le oriente a través del camino vital que debe transitar, sino que los mensajes necesarios los percibe y los asimila desde otros canales, esencialmente mediáticos.
Todo lo cual conectaría, haciéndolo más universal, con el concepto orteguiano de “rebelión de las masas” y de desprecio a “los mejores”, a quienes se da la espalda.
Algunos autores consideran que nos encontraríamos así ante una expresión críticamente al límite de lo que el italiano Vilfredo Pareto vino en denominar “circulación de las élites” consecuencia, esencialmente, de la evolución de los sentimientos colectivos de la población, que suele darse bajo la forma de ondas o ciclos.
Esos ciclos serían tendencias cambiantes de gran amplitud ―sentimientos de fe o desconfianza, de optimismo o pesimismo― que hacen que la gente acepte los argumentos y acciones que están de acuerdo con la tendencia y rechace los contrarios, determinando así la nueva élite que se constituiría en grupo social dirigente, que no responde ya al concepto de excelencia propio de las élites clásicas, sino al de “castas” o grupos sociales cerrados que asumen el rol de dirigentes de la sociedad con independencia de su poso cultural, ideológico o intelectual.
Y así, en atención al último “ciclo” de tendencias sociales las “elites” han sido substituidas por lo que yo he preferido denominar “castas”, para significar su carácter precisamente no “elitista”, no “excelente”, pues lo que sí es cierto es que la sociedad precisa de esos grupos dirigentes que asuman el poder director de la propia sociedad ―a través de los procedimientos político-sociológicos imperantes en cada sociedad, ya democráticos ya despóticos―.
El problema radica en saber cuales son los sentimientos, las tendencias que, en estos momentos, están dando lugar a esa aparición de una clase dirigente en forma de “casta”, de élite social vacía de contenido cultural.
Y más aún, determinar cual haya de ser el papel de aquellas élites culturalmente excelentes, que pese a serlo no juegan ya el papel de grupo dirigente, ni tan siquiera referente, de la sociedad.
Lamentablemente, si llegamos al convencimiento de que el hombre moderno, la mayoría social, se acomoda en su comportamiento y en sus ambiciones a la mera satisfacción de sus necesidades fisiológicas, desde las más elementales ―alimentación, vestido, vivienda y salud― a las más elaboradas ―confort, servicios, mejora de las condiciones de trabajo, etc…― lo que se traduce el la llamada “sociedad del bienestar”, completada por su “necesidad de divertirse”, habremos de llegar necesariamente a la conclusión de que el quehacer cultural, ideológico o intelectual viene a ocupar un papel secundario en las sociedades contemporáneas, salvo que identifiquemos el concepto de “cultura” con el conjunto de mecanismos creados por las sociedades desarrolladas para satisfacer aquella necesidad de divertirse a que nos hemos referido.
Volviendo al sociólogo italiano Vilfredo Pareto, y a su discípulo y recensor Georges Bousquet, nos encontramos con que la “circulación de las élites” ía un fenómeno que se produce con independencia de la calidad moral o ética de las cualidades que adornen a la élite (la casta) emergente.
Lo fundamental no es el conjunto de aquellas cualidades, cuya trascendencia social era evidente en el s.XIX, sino la capacidad del grupo, de la “casta”, para acceder y mantenerse en el poder.
Así, pese a que en el “Manifiesto Comunista” se nos diga que “A lo largo de la historia todos los movimientos sociales han sido, hasta el presente, movimientos de minorías en beneficio de las minorías” y que eso solo puede cambiar a través de la revolución del proletariado pues:
“El movimiento proletario es el movimiento autónomo de una inmensa mayoría en interés de una mayoría inmensa”
Todas estas manifestaciones ideológicas comunistas son falsas.
Lo cierto es que tal y como escribe Bousquet, las luchas históricas entre patricios y plebeyos, senadores y caballeros, jacobinos y aristócratas, socialistas y burgueses, etc…, no han sido nada más que luchas entre minorías sociales ―élites o castas― que se disputaban el poder, por mucho que se trate de encontrar y admirar en sus conflictos la lucha siempre renovada, nunca definitiva, de las masas contra los privilegiados, pues, en definitiva la élite emergente procederá de la masa oprimida y destruirá, para substituirla, a la élite preexistente, a los antiguos privilegiados.
Como dijera el propio Pareto:
“La Historia es un gran cementerio de aristocracias”
Llegados a este punto podemos distinguir, pues entre élites político-sociológicas, participantes en la cotidiana lucha por el poder de la sociedad, con independencia de la calidad de sus cualidades intelectuales, lo que hemos venido en denominar “castas”, y élites culturales que responden al concepto de “excelencia” intelectual, con independencia de que en ellas se den o no las cualidades practicas, las habilidades políticas, que permiten, a las primeras, el acceso y mantenimiento en el poder.
Ambos grupos sociales “privilegiados” cumplen diferente papel en las sociedades contemporáneas.
Si la cultura es, según el antropólogo francés Maurice Godelier, la parte ideal de lo real; la política podría ser definida como “la parte práctica de lo real”.
Así, desde el punto de vista de la praxis política, la cualidad esencial del hombre es la de ser capaz de contar con los instrumentos, las habilidades, que le permitan acceder al poder y utilizarlo para el cumplimiento de sus fines.
Por el contrario, el hombre espiritual, el intelectual, parte de considerar que la característica esencial del hombre sería la de su capacidad de poder tender a la racionalidad, más que el hecho mismo de ser racional, y participar, desde esa premisa, en la elaboración de las formulaciones teóricas que permitan explicar el mundo, la sociedad, sus realidades y sus proyecciones, anticipando la solución de sus problemas y anticipando también su destino, por el mero placer de encontrar respuesta a las preguntas que vienen atormentando al “alma” humana desde que el hombre es tal y responde, en su vida al aforismo agustiniano:
“Primum vívere, deinde filosofare” “Primero vivir, después filosofar”
y por lo tanto su inestimable papel, minoritario pero imprescindible, habrá de ser el de continuar respondiendo a la: “inquietud" derivada de ver desvanecerse ese afán gracias al cual los hombres on y no sólo están en el mundo; ese ansia por la que expresan toda su dicha y su angustia, todo su júbilo y su desasosiego, toda su afirmación y su interrogación ante el portento del que ninguna razón podrá nunca dar cuenta: el portento de ser, el milagro de que hombres y cosas sean, existan: estén dotados de sentido y significación”, tal y como se expresa en el “Manifiesto contra la muerte del espíritu y la tierra” lanzado desde las páginas de “el Cultural” de El Mundo por Ruiz Portella.
En definitiva, abrir las puertas del conocimiento, acceder al espacio cerrado de los desconocido y por conocer, en un intento de enriquecer el propio yo, el propio espíritu, y al mismo tiempo tratar de facilitara los demás los instrumentos de tal enriquecimiento.
La tarea es grandiosa, y digna de todo respeto y devoción, aunque en nuestra “desespiritualizada” sociedad occidental contemporánea pueda parecer fútil.
Y concluyamos esta "Reflexión Heteróclita" con una nueva pieza musical, hoy "Las Puertas del Walhalla" de la Ópera El Anillo de los Nibelungos de Wagner.
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