Releo después de algunos años, “España Invertebrada”, escrita en 1920, y me reactiva algunos argumentos que por oídos mal formulados, incluso deformados y en demasía, habían perdido, para mi, su frescura.
Ortega explora el alma histórica de España y analiza su proceso de declive, de deterioro nacional, con conceptos que pese a estar formulados en los años 20 del siglo pasado, resuenan hoy con incontenible fuerza de actualidad y vigencia, aunque no cabe duda de que algunos de sus planteamientos de base sean discutibles.
La primera parte de lo que el propio Ortega denomina “ensayo de ensayo”, bajo el título “Particularismo y Acción Directa”, se refiere a la disgregación, a la “desvertebración” de España, que podemos resumir en las siguientes ideas:
La unidad de España se conformó en atención a los grandes retos de futuro que esa misma unidad anticipaba como objetivos posibles y que, solo desde la unidad, cada una de sus partes consideraron realizables.
Y sería la desaparición de la ilusión por el logro de esos objetivos comunes, que Ortega identifica con la creación del Imperio Español, lo que habría determinado la vuelta a un proceso imparable de desintegración de la Unidad, que Ortega considera que ya se inició en 1580, fecha en que a su
juicio se produce la culminación del poderío de la Unidad que constituye “El Imperio” con la incorporación del llamado “Imperio Portugués” y a partir de la cual comienza una paulatina, inexorable y continua decadencia de España.
Hay quienes matizando esa visión Orteguiana consideran que el objetivo común no era de tipo político-sociológico, sino económico, lo que vendría a demostrarse por la incorporación de Portugal al proyecto común bajo el reinado de Felipe II en 1580, como consecuencia de la riqueza inmensa procedente de las Colonias, y su disgregación del Todo en 1640, bajo el reinado de Felipe III, como consecuencia fundamentalmente del deterioro de la situación económica del Imperio.
Baste recordar que mientras que en el período 1591-1595 se habían importado más de 35 millones de pesos en oro y plata desde las colonias, el agotamiento de los yacimientos hizo descender esa cifra por debajo de los 17 millones en el período 1631-1635.
Hoy podríamos decir que el elemento integrador de la idea de España, en nuestro tiempo, había sido el deseo de la sociedad española, de España toda, de configurarse en una sociedad moderna y democrática al amparo de su Constitución, pero ese elemento integrador también ha entrado en decadencia.
Decadencia del concepto unitario de España, que fue puesta de manifiesto por Ortega y que hoy se reproduce en nuestra sociedad, y que se manifiesta en la tendencia de los españoles a la autocrítica y a la peor autoestima, descrita, ya en 1653, por Gracián que decía de los españoles, en “El Criticón”, que:
"Son poco apasionados por su patria, y trasplantados son mejores. Abrazan todo lo extranjero, pero no estiman lo propio."
Efectivamente, en la España contemporánea es curioso comprobar como algunos de los síntomas, manifestaciones y consecuencias de esa disgregación, de esa “desvertebración”, persisten en el modo y manera en que fueran definidas por Ortega.
Así, en cuanto a las razones de esta tendencia disgregadora, de esa “desvertebración”, la encuentra Ortega en lo que él llama “El particularismo” de los pueblos y de los grupos sociales que integran la idea común de España.
“La esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse a si mismo como parte, y en consecuencia deja de compartir los sentimientos de los demás. No le importan las esperanzas o necesidades de los otros y no se solidarizará con ellos para auxiliarlos en su afán”
Este particularismo habría afectado a todas las partes que forman el todo que llamamos España, y de manera crítica a Castilla, que tras haber sido quien forjó España, se convirtió en el elemento que la deshizo, pues:
“Castilla se transforma ---a partir del reinado de Felipe III--- en lo más opuesto a si misma: se vuelve suspicaz, angosta, sórdida, agria. Ya no se ocupa en potenciar la vida de las otras regiones; celosa de ellas las abandona a si mismas y empieza ano enterarse de lo que en ellas pasa. Si Cataluña y Vasconia hubiesen sido las razas formidables que ahora se imaginan ser, habrían dado un terrible tirón de Castilla cuando esta comenzó a hacerse particularista, es decir, a no contar debidamente con ellas.
La sacudida en la periferia hubiera acaso despertado las antiguas virtudes del centro y no habrían, por fortuna, caído en la perdurable modorra de idiotez y egoísmo que ha sido durante tres siglos de nuestra historia.”
La sacudida en la periferia hubiera acaso despertado las antiguas virtudes del centro y no habrían, por fortuna, caído en la perdurable modorra de idiotez y egoísmo que ha sido durante tres siglos de nuestra historia.”
La descripción de acontecimientos que realiza Ortega es lamentablemente actual, pues desde lo que entonces fue Castilla y hoy la España que no es Cataluña y Vascongadas ---a quienes se ha unido Galicia--- no se ha sabido, por particularismo, articular la idea de España con amplitud de miras, más preocupadas, cada una de las partes, de los propios privilegios, oportunidades y opciones, que de las del todo, de las de España, tal y como se ha venido a comprobar en el proceso de modificación de los estatutos autonómicos.
Baste recordar el detalle de las pretensiones de Andalucía y Aragón de asumir competencias sobre la gestión de las cuencas hidrográficas del Guadalquivir y del Ebro, respectivamente, pese a que las mismas se extienden más allá de sus propios territorios.
Para Ortega La consecuencia política directa de la exacerbación del particularismo es la opción por la “acción directa”.
En estados normales de nacionalización los grupos sociales que conforman el todo, aceptan la formulación conforme a la cual la consecución de sus objetivos, la satisfacción de sus ambiciones particulares, pasa necesariamente por el acuerdo con los demás, lo cual se logra a través del normal funcionamiento de las instituciones comunes, tenidas como resortes de la solidaridad nacional.
Sin embargo, en los supuestos de particularismo exacerbado, tener que contar con los demás produce irritación, pues a los demás no solo se les considera innecesarios, si no incluso un obstáculo para lograr las propias ambiciones ---en cuanto que limitadores, por vía de la exigencia acuerdo previo y la presencia del principio de solidaridad--- de los propios intereses, hasta el punto de que se opta por la satisfacción automática de los deseos de cada parte sin contar con lo demás, sino tratando de imponer su soberana voluntad a los demás a través de la acción directa.
Las cosas ya no se pactan con los demás, ni se someten al principio de solidaridad, sino que la consecución de mis apetencias particulares me la procuro yo mismo y se la impongo al todo.
Y la actitud de los partidos nacionalistas contemporáneos no deja de ser si no una manifestación de esa actuación conforme al modelo de la “Acción Directa”, pues sus pretensiones autonomistas o independentistas tratan de imponerse, o en la práctica se imponen, a todos los demás miembros de la Nación, de España, desde sus propios planteamientos y desde sus propias instituciones particulares, sin contar con la voluntad de los demás.
Pero, ¿Cual es la causa, el origen de ese “particularismo” y de su consecuente inercia de las partes a actuar conforme al modelo de la “acción directa”, despreciando los principios de solidaridad y convivencia?.
Ortega se refiere a su existencia como causa primera de la desvertebración de España, e incluso analiza ---en “La redención de las Provincias”, recopilación publicada en 1931, de los artículos publicados por él mismo sobre la materia en los últimos años de la Dictadura de Primo de Rivera--- las, para él, más recientes manifestaciones del fenómeno: el madrileñismo, que confunde la nación con su centro, y el provincianismo que se produce como reacción frente a tal idea centralista, pero en ningún momento nos describe de modo expreso las causas del particularismo, aunque puede intuirse en su obra que su origen se encuentra en la inexistencia de un elemento integrador de fuerza suficiente para actuar como catalizador de los sentimientos unitarios.
La tesis de Ortega, que se podría definir como elitista, se resume en la idea de que en España no existen clases dirigentes suficientemente amplias y preparadas como para ser capaces de dirigir a las masas y aglutinarlas en torno a esa idea común de España, y ello como consecuencia de la “rebelión” de esas masas, lo que nos conecta con la segunda parte de la obra que comentamos.
Según el propio Ortega, y aquí conecta con las tesis expuestas en su obra “La rebelión de las Masas”, la razón de base del particularismo está precisamente en esa rebelión, que concreta en los siguientes postulados:
1º.- Una nación es una masa humana organizada, estructurada por una minoría de individuos selectos.
2º.- Cuando en una sociedad la masa se niega a ser masa, esto es a seguir a la minoría directora, constituida por hombres excelentes y ejemplares ---por “los mejores”--- la nación se desintegra.
3º.- El pueblo español, desde hace siglos ---por una extraña y trágica perversión del instinto encargado de las valoraciones--- detesta a todo hombre ejemplar o, cuando menos, esta ciego a sus cualidades excelentes. Cuando se deja conmover por alguien, se trata, casi invariablemente, de algún personaje ruin e inferior que se pone al servicio de los instintos multitudinarios.
4º.- Como consecuencia de esa “aristofobia” el pueblo español, que odia a toda personalidad selecta y ejemplar por el mero hecho de serlo, y que siendo vulgo y masa se considera apto para regirse por si mismo en sus ideas políticas y morales y en sus gustos, es el causante de su propia degeneración, pues en lugar de aspirar a ser como “los mejores”, se ha ido deteriorando hasta llegar a una pavorosa desvitalización.
Discrepo de la formulación de Ortega.
No puedo aceptar una imputación de culpa al pueblo español del género de la realizada, máxime cuando el propio Ortega nos dice que:
“En España lo ha hecho todo el pueblo, y lo que no ha hecho el pueblo ha quedado sin hacer.”
Sus argumentos suenan al lamento de un amor no correspondido, que afirme que la culpa de no ser amado no es suya, sino de la incapacidad de amar de su ser querido.
No puede olvidarse que en toda sociedad son la élites las que conforman el sistema educativo, las que con su excelencia imprimen su impronta en la sociedad, las que en definitiva establece los objetivos que la masa debe cumplir, y consecuentemente la responsabilidad de que el grupo social que lideren se comporte o no adecuadamente, será suya y no de la masa.
Asi, la realidad de la gran crisis sociológica española, y de su concreción en la realidad nefasta del particularismo desmembrador que la atenaza, habría de buscarse en la pésima calidad de sus élites, a mi juicio fruto del desastroso modelo de su formación, que durante siglos estuvo en manos de religiosos, muchas veces resentidos, desubicados, o desclasados.
Contribuyeron a ello razones demográficas: entre 1600 y 1700 la población de la España peninsular desciende en un 25% pasando de ocho a seis millones de personas.
Dos millones de españoles se marcharon a las colonias, entre ellos no es difícil pensar que se encontraban los más capaces y emprendedores.
Por otra parte, durante los siglos XVIII y XIX, las élites en Europa se forman en las concepciones Ilustradas primero y revolucionarias después, que producen, en el mundo “protestante”, lo que podríamos llamar “emancipación” de las ideas, muy enriquecedora, pero que en España carece de adecuada proyección.
En España, por el contrario, y durante los mismos siglos, las élites se conformaron sobre la base de unas clases sociales carentes del empuje necesario para gobernar el pueblo que les correspondía, ultraconservadoras y carentes de aquel espíritu de excelencia que las convertiría en autenticas élites, la nobleza y el clero.
Ambas fuerzas sociales combinan en esos siglos lo peor de sus propias potencias. La nobleza es educada por el clero, y el clero está formado por lo peor de la sociedad, pues a los seminarios acceden, como medio de vida, los miembros más desfavorecidos de las clases nobles venidas a menos, los infanzones y los desechos de la segunda nobleza, la hidalguía, ya que los primogénitos de cada casa heredan la hacienda y los segundogénitos engrosan la milicia.
El clero, en consecuencia, y salvo honrosas excepciones, viene a estar formado por elementos carentes de vocación religiosa y de ambición intelectual, que sin embargo administra dos esferas de poder impresionantes en su época, la docencia de la nobleza, pues a los centros educativos superiores tienen restringido el acceso quienes no demuestren “pureza de sangre”, y la confesión, con especial importancia respecto de las clases dirigentes, en quienes se influye a través del sacramento.
Además, el intento de contrarrestar la evolución de la Europa protestante por parte de la Europa católica, la “contrarreforma” que habría de haberse constituido en el motor de la modernidad en el mundo católico, acaba siendo alicorta y se convierte, salvo excelsas formulaciones intelectuales de algunos pocos sabios o teólogos, en un movimiento de corte político y económico en el que se concreta la pugna de intereses entre la Europa septentrional, anglosajona y protestante y la mediterránea, latina y católica.
Además, dentro de esa situación, el clero, presa de una nueva manifestación de “particularismo”, abandona su misión de elite dirigente, preocupado tan solo del mantenimiento férreo de los principios de la Fe, que considera amenazada por los movimientos reformistas protestantes, y no solo castra las esperanzas que habrían de haberse depositado en el frustrado proceso de la “contrarreforma”, de la que los sectores más conservadores también desconfían, sino que contribuye desde esa frustración del proceso reformista, a taponar la evolución de la burguesía.
En cuanto a la nobleza, su decadencia como elite social, bien representada por el Quijote Cervantino, no es sino trasunto de la pugna por el mantenimiento de los privilegios feudales del antiguo régimen, una nueva muestra de “paticularismo” que atenaza y hace decaer a una clase social que por historia, tradición y peso social tenía encomendada aquella misión elitista de dirección de la sociedad.
Y es la combinación de esos dos elementos, la Iglesia, o más propiamente el clero, y la nobleza, ambos presos de sus propios “particularismos”, la que impide el desarrollo de una burguesía culta y ambiciosa en España, la que impide el desarrollo, en consecuencia, de renovadas élites políticas e intelectuales buguesas, como las que surgen en el resto de Europa, en el mundo protestante.
El arte y el intelecto, cuyas últimas manifestaciones gloriosas se producen en España en el llamado siglo de oro (s.XVI y s.XVII), lo hacen absorbidos por el torbellino religioso, y solo brevemente, en los comienzos del s XIX, imbuida del espíritu revolucionario y emancipador, la burguesía asume el papel director que históricamente le correspondía, y lidera un nuevo renacer de la idea de integración de España frente al invasor francés y la parálisis de la monarquía.
Pero a partir de ese momento, y como consecuencia de los acontecimientos nefastos de nuestro s.XIX, la burguesía recae en un nuevo estado catatónico, en una parálisis de la que ya no saldrá, y nuevamente con brevedad, hasta la muerte del General Franco.
En ese momento, aquella capacidad de liderazgo de la sociedad por parte de las elites intelectuales burguesas, vuelve a manifestarse en la llamada “transición”, pero es efímera y se desintegra como consecuencia del juego de la izquierda, más preocupada por derrotar en el escenario político los principios conservadores que constituyen el alma de la burguesía, que de cuidar el bienestar de la Nación, y del juego de la derecha, que olvida sus prioridades cediendo en la defensa de los interesas nacionales y centrándose en la defensa de la idea de nos ser considerada heredera del franquismo, lo que beneficia, en definitiva, las posiciones de los nacionalismos y su “particularismo”, que vuelve a predominar sobre otros principios en la realidad política contemporánea.
El problema de España radica, pues, en la mala calidad de sus élites, su egoísmo, su cortedad de miras y su sometimiento a los intereses partidistas más que a los intereses de la Nación.
No en la calidad de su pueblo.
Y concluyo, como siempre con una nueva pieza musical, hoy "Serenata Española" de Joaquín Malats interpretada por Pepe Romero
© 2024 JESÚS FERNÁNDEZ-MIRANDA Y LOZANA
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