A diferencia de Chateaubriand hablo frecuentemente de mis intereses, de mis emociones, de mis trabajos, de mis ideas, de mis afectos, de mis alegrías, de mis tristezas, sin pensar en el profundo tedio que el francés temía causar a los demás hablandoles de si mismo.
“Hasta la vida más desgraciada tiene también sus horas luminosas y sus
pequeñas flores de ventura entre
la arena y el peñascal.”Hermann Hesse - El lobo estepario
“Morimos, a eso se reduce todo” nos dice Gabriel Albiac en su obra “La Muerte: Metáforas, Mitologías, símbolos”
¿Realmente a eso se reduce todo?
Pues sí, nada más y nada menos que a eso.
Y me dirán mis lectores
¿Porqué esa obsesión con la muerte?
Pues la contestación es evidente
Como decía Epicuro:
"La muerte no nos concierne, pues, mientras existimos la muerte no está presente, y cuando llega la muerte nosotros ya no existimos"
No estoy de acuerdo con el clásico.
A lo largo de toda su historia, el pensamiento humano se ha centrado en tratar de explicar la propia existencia del hombre y su destino inevitable, que no es sino la muerte, en lo que el propio Albiac nos define diciendo que:
“No hay realidad humana, sin la danza, laberíntica y cruelmente hermosa, del miedo y la esperanza. Lo demás es barbarie.”
y ello sobre la base de Baruch Spinoza, para quien
"No hay miedo sin esperanza, ni esperanza sin miedo."
Y yo interpreto aquella frase de Albiac, no se si en el sentido que quiso darle su autor, pero la concreto en una doble idea.
Miedo a la muerte.
Y esperanza que puede enfocarse en dos formas diversas:
Esperanza en una vida después de la terrenal, espiritual y eterna, según los creyentes.
O esperanza en la mejoría de la situación del hombre mediante su propio quehacer en beneficio propio y de las generaciones venideras, en una racionalista y materialista concepción de nuestra existencia.
Ya lo decía Voltaire:
“La labor del hombre es tomar su destino en sus manos y mejorar su condición mediante la ciencia y la técnica, y embellecer su vida gracias a las artes.”
Ilustro este post con la imagen de uno de los “Burgueses de Calais”, obra de Rodin, cuyo gesto es paradigma de la desesperanza y el miedo.
Sin embargo ―aunque me cueste contradecir al maestro Albiac― creo que la vida no puede reducirse al miedo y la esperanza pues, como dijera Hermann Hesse, a quien cito al inicio de este post, alrededor de la vida de todo hombre, hasta de los más desgraciados, hay, junto a aquellos sentimientos de miedo y esperanza, “horas luminosas o pequeñas flores entre la arena y los peñascales”.
Pequeños detalles, en la vida de cualquiera, que son ventanas que se entreabren a la alegría.
Así, el escritor norteamericano Ralph Waldo Emerson en su obra “Naturaleza” nos describe alguna de esas ventanas que nos brindan pequeños placeres, al decirnos que:
“El mayor deleite que los campos y los bosques nos comunican es la sugerencia de una oculta relación entre el hombre y los vegetales. No estoy solo ni ignorado. Me hacen señales y yo les contesto. El balanceo de las ramas en medio de la tormenta es para mí nuevo y antiguo. Me toma por sorpresa y, sin embargo, no me es desconocido. Su efecto es semejante al del alto pensamiento o la emoción sublime que me invaden cuando juzgo que estoy razonando con acierto o que estoy obrando rectamente.”
Pero volviendo al principio de la reflexión, hemos de aceptar como cierto que, efectivamente, si algo termina en nuestras vidas, incluso la vida misma, simplemente termina y contra ello no cabe lucha u oposición. Es más, inevitablemente todo terminará. Todo y cada cosa, por muy sencilla o
compleja que ella misma sea.
Y como dijera Marco Aurelio en sus "Meditaciones"
"Todo termina siempre demasiado pronto"
"Piensa que estás muerto. Que ya has vivido tu vida. Ahora aprovecha lo que te queda y vívela como deberías. Lo que no transmite luz crea su propia oscuridad."
Ello no obstante no quiere decir que el fin de la vida sea el fin de “todo” para el ser humano que fallece.
Y es precisamente en el análisis de lo que haya de venir después de ese instante ineludible, la muerte, lo que conmueve al pensamiento.
¿Moriremos, al fin y al cabo, para unirnos a la nada, o será nuestra muerte inicio de otra andadura?
Ardua pregunta para la que no hay respuesta racional, pues nadie conocido —salvo que así lo creamos en Cristo desde la fe religiosa— ha vuelto de detrás del manto del Averno.
Y es ante esa amarga pregunta, implícita o explícita, que se han escrito los más bellos párrafos, en prosa o en verso, de nuestra literatura.
Siento haber de dejar deshabitado
cuerpo que amante espíritu ha ceñido
desierto un corazón siempre encendido
donde todo el amor reinó hospedado
ó
Dichoso serás y sabio habrás sido
si cuando la muerte venga
no te quitare sino la vida solamente.
que nos dijera Quevedo entre su amplia obra.
Soles occidere et redire possunt;
Nobis cum semel occidit brevis lux,
Nox est perpetua una dormienda.
Los soles seguirán muriendo y volviendo a nacer;
Pero, una vez que nuestra breve luz se apague,
Sólo nos quedará una noche eterna
Que habremos de dormir.
que nos dice Cátulo en uno de sus poemas.
Podríamos añadir aquí citas interminables.
¿Para qué? Cualquiera que haya leído un poco sabrá
perfectamente de lo que hablo.
Al fin y a la postre, es a cada uno de mis lectores a quien le corresponde la contestación a tan dramática pregunta.
La mía ya está hecha.
DE PROFUNDIS clamavi, ad te Domine;
Domine, exaudi vocem meam.
Fiant aures tuae intendentes in vocem
deprecationis meae.
DESDE LO PROFUNDO a ti clamo Señor.
Señor, Escucha mi voz.
Atiende señor el clamor de mi suplica.
Debo añadir que, en cualquier caso, lo normal es que la mayoría de la gente mantenga una actitud
ajena a cualquier posibilidad de acercamiento a esa realidad atemorizadora que es la muerte, su negación o mejor su elusión permanente.
Sabemos que la muerte está ahí, pero no queremos nada con ella, ni tan siquiera plantearnos que
implicará en su momento para nosotros mismos.
Ante esa actitud elusiva, tan generalizada, caben otra bien diferente que es la de tratar de contemplar la realidad de la muerte en un proceso intelectual, más que racional, pues la razón difícilmente puede sentar plaza frente a una realidad empíricamente inabordable.
Y dentro de esta segunda actitud, como ya hemos dicho, caben dos diferentes aproximaciones a ella:
La de la certeza de la “nada” después de la muerte, con todas las implicaciones que ello conlleva.
Y la de la certeza de la existencia trascendental del hombre, con las implicaciones que de ello a su vez se derivan.
No sé, nunca me ha preocupado saberlo, si el gran poeta José Hierro era o no creyente, pero me llama la atención uno de sus sonetos, cuya última estrofa nos dice, descorazonadoramente:
“Que más da que la nada fuera nada,
si más nada será, después de todo.
Después de tanto todo para nada.”
que recuerda al quevediano verso dirigido a Lico:
“nada que, siendo, es poco,
y será nada en poco tiempo”
En cualquier caso el hombre prudente debe adoptar ante la realidad de la muerte —esa temida realidad que nos agobia— una actitud de serena contemplación, ya que si creyentes, la muerte implicará que estaremos ante la Divina Presencia, en “un mundo de paz y descanso” y nada ocupará nuestra mente sino el Gozo; y si ateos, nada habremos de temer, pues en la nada —esa nada total descrita por Hierro— no habrá nada, ni tan siquiera sufrimiento ni conciencia del dolor o del olvido.
Desde esa actitud, la creencia en la existencia de Dios no actúa si no como un hálito de esperanza, una bocanada de luz, llevándonos a la consideración de que nuestra vida terrenal no ha sido una pérdida de tiempo, pues, en otro caso, de nosotros solo quedarían en la posteridad los genes transmitidos, si acaso, a generaciones venidas y venideras, tan solo eso y un resto de polvo orgánico, detritus de nuestra existencia material.
Un amigo me contestó a mi artículo “El Infierno” con estas palabras:
“Querido Jesús no te olvides del miedo, de la venganza impotente y de aquella frase de Nietzsche al ver la crueldad, arrebatada, gratuita o simplemente mandada por la supervivencia: “algunas veces la única justificación de Dios es que no exista….”
No quiero compartir sus reflexiones, me opongo a la conclusión del gran pensador prusiano; Elijo acercarme a la existencia de Dios, exista o no exista, como dice otro de mis amigos:
“Cuando tienes problemas considerables, cuando se oscurecen los escenarios, cuando buscas, con poco éxito, ciertos objetivos... cuando te golpea el dolor, persistente..., te persigue una sutil tristeza...; hay que pedir ayuda, comprensión, escucha...dirigiendo nuestra mirada, creas o no creas en Dios, a la gran Fuerza que está en el trasfondo de todo..., exista o no exista, es nuestra única posibilidad....”
Prefiero pensar, aunque solo sea por ser la opción más poética, en una existencia trascendental venidera, y si ha de serlo desacralizadamente, al menos pensemos que nuestra fuerza espiritual, la energía que ha configurado los chispazos de nuestro entramado neuronal, pasará con personalidad propia y unívoca a sumarse al “Todo” existencial.
La materia y la energía no desaparecen, tan solo se transforman. Y en esa verdad científica está, precisamente, y desde un punto de vista estrictamente intuitivo, la razón de mi creencia en la existencia trascendental del hombre.
Me niego a aceptar que todas mis vivencias, mis recuerdos, mis sensaciones, mis emociones, mis placeres, mis dolores, mi vida humana, en fin, tenga por único destino la desintegración en unidades de materia inconexas y en energía “cósmica” disuelta.
Si tan solo fuésemos el fruto de una incomprensible, por excesiva, casualidad cósmica, fruto de la
conjunción de infinitas casualidades anteriores, producidas desde el momento primigenio del “BigBang”, en tal caso, la existencia del hombre, con su cualidad intelectual intrínseca, sería una carambola excesivamente cruel del Universo.
Y como siempre, quiero terminar con un video musical, en esta ocasión la canción "Medo" de la cantante portuguesa Mariza
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