Como dijera Cicerón “Yo ya he visto
otros vientos; y he afrontado otras tempestades”, lo que me permite afirmar,
parafraseando a Chateaubriand, que a lo largo de mi vida he soportado tantas
tempestades que, al final, no me quedan, como mesa de escribir, más que los
restos de mis naufragios y en ellos me refugio y escribo sin otro aliciente
que dejar el papel garabateado como cronista de mi pasado o autor de mis
reflexiones.
En todo caso y como guía de dichas
experiencias, siempre he pensado que si la vida sólo fuera, como pretende
Albert Camus, la existencia corporal, sin otro espíritu ni alma más allá de la
simple inteligencia, fruto de una mera evolución animal, entonces: ¿Para qué
asumir sacrificios o sufrimientos y no limitarnos a asumir los
mínimos riesgos existenciales, lo que sería lo propio de las personas juiciosas?
Se trataría entonces de ser
simplemente “justos” en un sentido estrictamente Volteriano: La existencia del
hombre quedaría justificada por sus “justas” aportaciones al resto de la
humanidad, a los otros.
Sin embargo, aceptar esta concepción
materialista sería tanto como abdicar de mis creencias y de los posos de mi
educación. Mi Dios, omnipotente y misericordioso, sería apartado, abruptamente,
de mis pensamientos y eso mi conciencia no me lo permitiría.
Y, hablando de los “justos”, ya lo
decía Torcuato Fernandez-Miranda en su ensayo “Albert Camus y el testimonio de
los cristianos”:
“Lo que pasa es que los justos, si tuviesen el poder que tiene Dios,
serían omnipotentes, dictatoriales, se pondrían inmediatamente a evitar el mal,
a impedirlo, a realizar esto o aquello. No comprenden que el Dios de los
cristianos es, antes que nada, un Dios humilde, un Dios que respeta
profundamente la individualidad, la personalidad, la libertad de todos los
seres humanos, que no ejercita el poder, sino que se inclina humildemente ante
la propia actitud del hombre, en sus miserias, pero en su sagrada libertad.”
Con los años uno se hace consciente
de la complejidad de la vida y toma conciencia, desde aquella sagrada libertad,
de las experiencias positivas y negativas de la existencia; como dicen los
versos de Virgilio:
“Cuantas cosas horribles o gloriosas he visto y en cuantas de ellas he
participado” (Eneida Libro Segundo, Versos 5 y 6)
Y cada mañana, al mirarse al espejo, uno mismo ve claramente sus vicios y sus virtudes, sus yerros y sus aciertos, la vida, en fin, con sus alegrías y sus tristezas, los vientos y las tempestades o los momentos de paz y calma vividos, y siempre con la duda de que será lo que nos depare la fortuna.
Aunque ya lo decía
Goethe:
“Todo lo concede la fortuna a su favorito por completo, los gozos
infinitos, las penas infinitas, por completo”
Y el favorito de la fortuna, de Dios
al fin y al cabo, es el hombre, a quien se le hace difícil, casi imposible, una
existencia sin estridentes alegrías o deprimentes tristezas.
Y esa paz
ansiada, ese equilibrio entre ambos extremos, es la que sólo se logra en el
esquivo silencio que domina la búsqueda de la felicidad.
Por ello,
no quiero concebir la vida, como se hiciera en el barroco español, como un «morir
viviendo» que, inexorablemente, y llena de angustias y dolor, camina hacia la
muerte.
Tampoco
quiero ser, como Quevedo, un fue, un será y un es cansado.
Cierto que
las alegrías no son la felicidad, pero pienso que si el hombre fuera capaz de
encadenar alegrías en su existencia podría vivir una suerte de “pequeña
felicidad”, sin esperar a la plena felicidad que se nos augura para después de
la muerte, teniendo en cuenta que como nos dice Carl Jung
"Si no hubiera momentos de tristeza, no valoraríamos tanto las ocasiones de felicidad."
Y de esa manera, con una visión positiva de la vida, desafiaríamos su concepción negativa propia del Cristianismo desde San Agustín, para
quien el cuerpo es la cárcel del alma y el mundo el destierro del hombre, pues
tal concepción negativa y de raíz Platónica, no se compadece con la idea
manifestada en el Génesis
“Y vio Dios todo lo que había hecho, y comprobó que era bueno en gran
manera.” (Génesis 1,31)
Así pues, la maldad, origen de la infelicidad, no se encuentra en la carne ni en el mundo, sino en el alma libérrima del hombre, que opta por
decisiones contrarias a los mandatos de Dios, y no por desafiarle u ofenderle,
sino por pensar equivocada y egoístamente que la conducta desviada es la más
adecuada para alcanzar sus objetivos.
Por eso el canto del hombre debería
limitarse al Miserere
Miserere mei, Deus,
secundum magnam
misericordiam tuam
Misericordia, Dios mío,por tu inmensa compasión
(Salmo 51 MISERERE)
Y concluyamos con nuestra costumbre de insertar un video musical para despedirnos. En esta ocasión el MISERERE, interpretado por Pavarotti, Zuchero y Bocelli.
© 2023 Jesús Fernández-Miranda y lozana
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