El escenario podría ser cualquier gran ciudad de Estados Unidos, China o Europa.
La hora, por ejemplo, poco después del anochecer, en cualquier momento.
El cielo, de repente, aparece adornado con un gran manto de luces brillantes que oscilan como banderas al viento.
Pasados unos segundos, las bombillas empiezan a parpadear, como si estuvieran a punto de fallar.
Después, por un breve instante, brillan con una intensidad inusitada... y se apagan para siempre.
En menos de un minuto y medio, toda la ciudad, todo el país, todo el continente, está completamente a oscuras y sin energía eléctrica.
Un año después, la situación no ha cambiado.
Sigue sin haber suministro eléctrico y los muertos en las grandes ciudades se cuentan por millones.
En todo el planeta está sucediendo lo mismo.
¿El causante del desastre?
Una única y gran tormenta, generada a más de 150 millones de kilómetros de distancia, en la superficie del Sol.
Lo descrito arriba es exactamente lo que podría pasar si el actual ciclo solar fuera sólo la mitad de violento de lo que se espera.
Así lo dice, sin tapujos, un informe extraordinario financiado por la NASA y publicado por la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos (NAS).
Y resulta que, según el citado informe, son precisamente las sociedades occidentales las que, durante las últimas décadas, han sembrado sin quererlo la semilla de su propia destrucción, pues nuestra actual forma de vida, dependiente en todo y para todo de una tecnología cada vez más sofisticada.
Una tecnología que, irónicamente, resulta muy
vulnerable a un peligro extraordinario: los enormes chorros de plasma
procedentes del Sol.
Un plasma capaz de quemar, en segundos, toda nuestra red eléctrica —de la que la tecnología depende— con consecuencias realmente catastróficas.
La superficie misma de nuestra estrella es una gran masa de plasma en movimiento, cargada con partículas de alta energía.
Algunas de estas partículas escapan de la ardiente superficie para viajar a través del espacio en forma de viento solar.
Y de vez en cuando ese mismo viento se encarga de impulsar miles de millones de toneladas de plasma ardiente, enormes bolas de fuego que conocemos por el nombre de eyecciones de masa coronal.
Si una de ellas alcanzara el campo magnético de la Tierra, las consecuencias serían catastróficas.
Desde que somos capaces de realizar medidas, la peor tormenta solar de todos los tiempos se produjo el 2 de septiembre de 1859.
Conocida como «El evento Carrington», por el astrónomo británico que lo midió, causó el colapso de las mayores redes mundiales de telégrafos.
En aquella época, la energía eléctrica apenas si empezaba a utilizarse, por lo que los efectos de la tormenta casi no afectaron a la vida de los ciudadanos.
Pero resultan inimaginables los daños que podrían producirse en nuestra forma de vida si un hecho así sucediera en la actualidad.
El informe mencionado, subraya la existencia de dos
grandes problemas de fondo.
El primero es que las modernas redes eléctricas, diseñadas para operar a voltajes muy altos sobre áreas geográficas muy extensas, resultan especialmente vulnerables a esta clase de tormentas procedentes del Sol.
El segundo problema es la interdependencia de estas centrales con los sistemas básicos que garantizan nuestras vidas, como suministro de agua, tratamiento de aguas residuales, transporte de alimentos y mercancías, mercados financieros, red de telecomunicaciones...
Muchos aspectos cruciales de nuestra existencia dependen de que no falle el suministro de energía eléctrica.
Irónicamente, y justo al revés de lo que sucede con la mayor parte de los desastres naturales, éste afectaría mucho más a las sociedades más ricas y tecnológicas, y mucho menos a las que se encuentran en vías de desarrollo.
Según el informe de la Academia Nacional de Ciencias norteamericana, una tormenta solar parecida a la de 1859 dejaría fuera de combate, sólo en Estados Unidos, a cerca de 300 de los mayores transformadores eléctricos del país en un periodo de tiempo de apenas 90 segundos, lo cual supondría dejar de golpe sin energía a más de 130 millones de ciudadanos norteamericanos.
Una gran tormenta solar acabaría con los transformadores eléctricos.
Después escasearía el agua potable y el transporte eléctrico no funcionaría: ni trenes ni metro.
Los grandes hospitales, con sus generadores, podrían seguir dando servicio durante cerca de 72 horas, después de eso, adiós a la medicina moderna.
El informe calcula que lo mismo sucedería con los oleoductos de gas natural y combustible, que necesitan energía eléctrica para funcionar.
Y en cuanto a las centrales de carbón, quemarían sus reservas de combustible en menos de treinta días.
«Si un evento Carrington sucediera ahora mismo —asegura Paul Kintner, un físico del plasma de la Universidad de Cornell, de Nueva York— sus efectos serían diez veces peores que los del huracán Katrina».
Por supuesto, el informe no se limita a describir escenarios de pesadilla sólo en los Estados Unidos. Tampoco Europa, o China, se librarían de las desastrosas consecuencias de una tormenta geomagnética de gran intensidad.
La buena noticia, reza el informe, es que si se dispusiera del tiempo suficiente, las compañías eléctricas podrían tomar precauciones, como ajustar voltajes y cargas en las redes, o restringir las transferencias de energía para evitar fallos en cascada.
Pero, ¿Tenemos un sistema de alertas que nos avise a tiempo? Los expertos de la NAS opinan que no.
Actualmente, las mejores indicaciones de una tormenta solar en camino proceden del satélite ACE (Advanced Composition Explorer).
La nave, lanzada en 1997, sigue una órbita solar que la mantiene siempre entre el Sol y la Tierra. Lo que significa que envía continuamente datos sobre la dirección y la velocidad de los vientos solares y otras emisiones de partículas cargadas que tengan como objetivo nuestro planeta.
ACE, pues, podría avisarnos de la inminente llegada de un chorro de plasma como el de 1859 con un adelanto de entre 15 y 45 minutos.
Y en teoría, 15 minutos es el tiempo que necesita una compañía eléctrica para prepararse ante una situación de emergencia. Sin embargo, el estudio de los datos obtenidos durante el evento Carrington muestran que la eyección de masa coronal de 1859 tardó bastante menos de 15 minutos en recorrer la distancia que hay desde el ACE hasta la Tierra.
Por no contar, además, que ACE tiene ya muchos años y
que sigue trabajando a pesar de haber superado el periodo de actividad para el
que había sido diseñado.
La «tormenta solar perfecta», de hecho, podría tener lugar en cualquier momento.
Y siguiendo mis hábitos, concluyo esta “Reflexión
Heteróclita” con “El Himno del Sol” de la Ópera Iris de Pietro Mascagni
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