Algunos de mis habituales lectores me comentan que mi última reflexión "Vulgaridad y Excelencia" les ha parecido interesante pero excesivamente larga.
Hoy os envío esta más breve en la que pretendo explicar el fundamento y objetivo de mis reflexiones, su finalidad, que en ocasiones y en atención a la materia tratada exige mayor extensión de la inicialmente deseada, pues no se comprimir mis pensamientos haciendo más breve su exposición.
En cualquier caso, no quisiera yo que mi afición a la lectura —así como a la escritura— produjeran en mí el efecto que Cervantes relata haberle sucedido al hidalgo manchego Don Alonso Quijano, El Quijote, que
“…se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches
leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco
dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro”
Si
escribir consistiese en que, tras la lectura, el lector se pusiera a escribir
por el mero placer de llenar páginas con palabras que nada digan, el mundo
estaría lleno de grandes escritores.
Sin
embargo, la mayoría de quienes se ponen con una pluma sobre un papel, tan solo son
“doctos leídos” que tratan de parecerse a los clásicos, imitando sus estilos o
escribiendo sobre asuntos que aquellos ya habrían tratado.
No
obstante, tal y como afirmaba Montaigne, aunque fuera lícito aprovecharnos de
la sabiduría o el talento de otros, nunca llegaríamos a ser sabios mientras no
utilizásemos para ello nuestras propias fuerzas y recursos, porque no basta,
como avisó Cicerón, con alcanzar la sabiduría, pues lo esencial es saber
utilizarla.
Y
así llegamos a la conclusión de que mientras estos “doctos” deambulan entre
nosotros, los hombres honradamente sabios van eclipsándose, pues cada vez
quedan menos que al escribir sean capaces de expresar, en las palabras
escritas, aquello que piensan, y lo hagan, además, con acierto y con la
suficiente destreza como para hacerlo comprensible y de interés para quienes
puedan leerle.
Esa
capacidad la encontramos por ejemplo en mi admirado Chateaubriand, quien al ver entrar en la antesala del recién
restaurado Luis XVIII al cojo duque de Talleyrand y al espectral Joseph Fouché,
duque de Otranto, apoyados cada uno en el brazo del otro, reflejó, en su
obra «Memorias de ultratumba», la sensación que le produjo tal escena con
una demoledora frase
“Entraron el vicio apoyado en el brazo
de la traición”.
Aunque la originalidad
no consiste en ver o contar algo que nadie antes hubiera visto o contado, sino
en verlo y contarlo de un modo en que nadie antes lo supiera hacer, mejorando
la descripción o explicación que esos otros escribieran.
Por eso, en muchas
ocasiones, me pregunto si las “reflexiones” que habitualmente os hago llegar,
me permitirán, algún día, alcanzar aquella categoría de “hombre honradamente
sabio”, o si por el contrario pasaré a engrosar la nómina de los indeseables “doctos
leídos que deambulan entre nosotros”
Esos en cuyos escritos
no alcanzamos a ver ni entender lo que pretenden transmitirnos y se limitan a
parlotear, en negro sobre blanco, sin aportar a sus lectores emoción ninguna.
Preferiría ser, sin duda,
uno de esos escritores que al menos con sus escritos son capaces de provocar en
sus lectores algún tipo de emoción, incluso de confrontación o de rechazo a las
ideas expresadas, y que me expusieran, frente a mis razonamientos, los errores
de los mismos, pues al igual que manifestó Platón en su dialogo con Gorgias, soy
de los que aprecian el ser refutado con válidos argumentos cuando no estoy en
la verdad, pues considero que el mayor de los males para un hombre es tener
ideas falsas en la materia que trate.
Y es cierto que la
sabiduría que pretendo solo podría alcanzarla desprovisto de los errores que,
seguro, anidan entre mis “reflexiones”.
No soy yo, en todo
caso, quien haya de juzgarme ni a mi mismo, ni a mis reflexiones, sino quien me
lea.
Y al mismo tiempo, hay
que ser consciente de que para algunos lo que para mi constituyen uno de los mayores
placeres de la vida, el de escribir, o el de leer, puede ser
considerado por otros como la actividad más desagradable del mundo.
A ello se refería Pio
Baroja en su obra “ Los caprichos de la suerte”, al relatarnos la anécdota de
un mozo de restaurante que al ver frecuentemente almorzando en su local a un
viejo que habitualmente leía en su mesa, en cierta ocasión le dijo:
“¡Usted
también, a su edad y teniendo que leer todavía! Es cosa triste…”
De tal modo que tengo
asumido que deberé ser contumazmente constante y esforzado en continuar con mis
lecturas y mis escrituras, con mis libros, mis papeles inmaculados y mis
estilográficas, tratando de expresar acertadamente el sentido de mis pensamientos en estas
mis “reflexiones”, aunque alguno considere que mi dedicación, al fin y a la
postre, sea tan solo “cosa triste”.
Y me lamo las heridas de esa indeseable tristeza con una idea del maestro Gabriel Albiac:
"Si desapareciese la escritura, tan solo nos quedaría la imagen, la barbarie"
Y para concluir os
traigo un nuevo video musical, hoy “La máquina de escribir” de Leroy Anderson
© 2023 Jesús Fernández-Miranda y Lozana
Maravillosso escrito, digno de una mente superior.
ResponderEliminarGracias por su generoso comentario que, al mismo tiempo, me ilusiona y me abruma.
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