Siempre, desde mi primera
adolescencia, cuando mi padre me ofreció leer el libro "Ordo Amoris" de Max Scheler, seguido de "La aceptación de si mismo" de Romano Guardini, he ido
acrecentando mi amor por la lectura y los libros, lo que desembocó en mi pasión
por la escritura, con la que os asalto cada poco tiempo en forma de reflexiones
heteróclitas.
Sin embargo no he llegado a
convertirme en un verdadero bibliófilo, como algunos que he conocido realmente
importantes.
Efectivamente, he conocido a dos
grandes bibliófilos españoles, cuya pasión por los libros era no sólo una
afición sino una dedicación vital.
El primero de ellos era Rafael Ruiz
Gallardón, Notario y hombre de una vasta cultura, que poseía una impresionante
colección bibliográfica, entre cuyos ejemplares se encontraba una primera
edición de El Quijote.
Tengo, en relación con él, la
divertida anécdota de ocurrió en un almuerzo en la Casa de ABC en la que le
acompañábamos Guillermo Luca de Tena, Luis María Ansón y yo mismo, en la que
surgió el tema de su colección.
Preguntado por Ansón que cual era el
libro más importante de su colección, Rafael contestó que, por supuesto, lo era
un ejemplar de la primera edición de El Quijote.
Le preguntó entonces Ansón que donde
lo tenía y Rafael contestó
“Pues en una caja de seguridad de un
banco”
A lo que Ansón dijo
“Que pena, si yo tuviese ese libro lo
tendría en la biblioteca de mi casa para acariciar un rato su lomo cada día”
Otro gran bibliófilo amigo era Juan
Herrera, Marqués de Viesca de la Sierra, empresario y banquero, cuya afición de centraba en los libros
relacionados con la caza, que tenía en una biblioteca creada exprofeso en un
antiguo granero de su finca El Santo.
Con ocasión de su 80 cumpleaños, Juan
celebró un almuerzo en la vieja almazara de su finca, con cerca de 500
asistentes, a la que fuimos invitados mi mujer Beatriz y yo mismo, y a mí se me
ocurrió comprarle como regalo, en una librería de viejo, un pequeño libro de
caza, que resultó que no tenía en su amplísima colección, lo que fue comentando
por él mismo en las distintas mesas en que se acomodaron los invitados para el
almuerzo, entre grandes risotadas y diciendo
“Es increíble, Jesús ha encontrado y
me ha regalado un libro que no tenía”
Los bibliófilos son, en cualquier
caso, como cualquier coleccionista y si bien mis amigos Rafael y Juan eran
personas equilibradas y sensatas, hay muchos coleccionistas que llegan a la
obsesión por conseguir objetos especiales propios de su colección, acabando
inmersos, en el caso de los bibliófilos, en la llamada “bibliomanía”, que el
DRAE define como la propensión exagerada a acumular libros.
En la literatura española, un ejemplo
de ello lo es el personaje Avelino de la novela “Silvestre Paradox”, de Pío
Baroja, que así nos lo describe:
“Su último entusiasmo fue el de la
bibliografía, chifladura que tomó como costumbre, y no con gran pasión. Pero
como un hombre, por rico que sea, no puede pensar en reunir los libros que se
han escrito, no sólo en el mundo, sino en un país, Avelino especificó su manía
y se dedicó a formar una biblioteca de libros en dieciseisavo.
Al principio, los compraba, los leía,
los coleccionaba y los guardaba…
[…]Deseaba llenar las paredes de su
gabinete con libros en dieciseisavo.
Ésta era en aquella época su
aspiración suprema, y compraba tomos sin otro objeto[…]
Un día, a don Avelino se le perdió la
llave de la biblioteca. Al día siguiente se encontró con la puerta cerrada;
quiso descerrajarla, pero luego pensó y dijo: —¿Para qué? Hay una cosa más
sencilla. El cuarto tenía un montante. Don Avelino ató sus libros, siempre de
dieciseisavo, con un cordelito, y como quien dispara una piedra los tiró al
interior de la biblioteca.
Una vez quiso entrar en la
biblioteca; descerrajó la puerta, pero se había formado detrás de ella un
montón de tomos tan grande que era imposible entrar.”
Pero la realidad también nos muestra
ejemplos de esa bibliomanía.
En 1869, el teólogo bávaro Alois
Pichler fue nombrado “bibliotecario extraordinario” en la Biblioteca Pública
Imperial en San Petersburgo, una posición prestigiosa acompañada de un no
menos importante salario.
Pero no fue ese importante puesto el
que llevó a Pichler a la fama, sino su enfermiza obsesión por los libros.
Meses después de llegar a San
Petersburgo, otros empleados de la Biblioteca constataron que un número importante
de libros había desaparecido de la colección y notaron también un
comportamiento extraño en Pichler.
En 1871, más de 4.500 títulos que
faltaban de la Biblioteca fueron hallados bajo su posesión, lo que desencadenó
su arresto y exilio en Siberia, tal y como nos relata Mary Stuart en su
artículo “The Crime of Dr. Pichler: A Scholar-Biblioklept in Imperial Russia
and His European Predecessors”, publicado en la revista Libraries &
Culture.
Según Stuart, durante el juicio, su
defensa trató de mitigar la pena alegando que el teólogo padecía una “condición
mental peculiar, una manía no en el sentido legal o médico, sino en el sentido
ordinario de una pasión violenta, irresistible e inconquistable”.
A priori, adquirir libros no parece
malo, pero en el s.XIX se consideraba que la bibliomanía llevaba a sus víctimas
a la perdición, invadidas por un oscuro deseo de poseerlos, particularmente
aquellos ejemplares únicos, como las primeras ediciones y las copias
ilustradas.
Muchos de los que padecieron esta “neurosis” gastaron auténticas
fortunas tratando de perseguir su obsesión.
En el siglo XIX, el reverendo inglés
Thomas Frognall Dibdin exploró esta “neurosis”, que él mismo sufría, en su
libro “Bibliomanía” o “La locura del libro: un romance bibliográfico”, obra en
la que Dibdin describe —usando
incluso un lenguaje médico, aunque tal patología nunca fue clasificada
médicamente— los síntomas de la bibliomanía.
Entre ellos se encuentra un furor desmesurado por buscar primeras
ediciones, o ediciones limitadas, libros de ciertos tamaños o impresos de
cierta manera.
Por su parte, Gustave Flaubert, en su
“Bibliomanía”, narra la truculenta historia de un librero de Barcelona que
debido a su obsesión por los libros apenas comía, y no dormía, pero soñaba días
y noches enteros con una idea fija: los libros. Soñaba con todo lo que una
biblioteca real debería tener de lo divino, lo sublime y lo bello, y soñaba con
tener una biblioteca tan grande como la del rey, llegando incluso hasta el
crimen, matando a su librero rival.
La Revolución francesa hizo que muchas
bibliotecas privadas depasaran a engrosar los catálogos de subastas de la época, y
muchos libros franceses acabaron en las manos de grandes coleccionistas
ingleses, como Richard Heber, quien asistió a subastas y ventas de libros en
todo el continente europeo, comprando títulos individuales, pero también
bibliotecas enteras.
Su colección, que inició en los primeros años del siglo XIX y en la que gastó una fortuna de más de £100.000 de la época, creció tanto que se repartía entre sus ocho casas. Se estima que poseía al menos 150.000 volúmenes.
Otro conocido coleccionista de la
época fue sir Thomas Phillips, quien llegó a ser conocido como el “barón de la
bibliomanía”. La obsesión del barón no conoció límites, y se extendió no solo a
los libros, sino también a los manuscritos.
En cualquier caso, con el tiempo, el
término de bibliomanía dejó de ser tan oscuro como lo pintó Dibdin y el DRAE,
como ya hemos dicho, no la define como una patología, sino como una “propensión
exagerada a acumular libros”.
En Japón, por su parte, en 1879,
apareció por primera vez de forma impresa la palabra tsundoku, formada por el
verbo “doku” que significa “leer”, y el prefijo “tsun” que se origina en
“tsumu”, una palabra que significa “apilar”.
Por lo tanto “tsundoku” significa
comprar material de lectura y acumularlo.
En
cualquier caso, y gracias a Dios, me considero inoculado contra la locura del libro o bibliomanía, pues el empeño de mi fortuna no alcanzaría
para comprometer mi hacienda y mi bienestar comprando libros importantes, pues nunca he padecido esa tentación, pues soy consciente de que con la compra de una sola primera edición de un libro importante ya habría gastado mis escasos posibles fatalmente.
Y conforme a mi costumbre, terminemos con un nuevo video musical, en esta ocasión el aria “Madamina il catalogo e questo” de la ópera Don Giovani de Mozart interpretada por Laszlo Polgar en el papel de Leporello.
© 2023 Jesús Fernández-Miranda y Lozana
Que ameno, curioso e interesante artículo este de hoy de D. Jesús. Es como un soplo se aire fresco que nos distrae un poco de la aburrida política que nos invade estos días a través de todos los medios de comunicación. Muchísimas gracias por tan grato momento de anécdotas y documentación.
ResponderEliminar«Las personas libres jamás podrán concebir lo que los #libros significan para quienes vivimos encerrados», Ana Frank
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