Los Laberintos del alma son los recovecos intelectuales por los que transitamos cuando nos enfrentamos a todas aquellas cuestiones que, en principio, se presentan como irresolubles ante nuestras reflexiones, pero a las que la razón siempre acaba encontrando su salida.
El primero de los laberintos del Alma al que quiero referirme, en este recién estrenado Blog, es el laberinto de la soledad.
La soledad es una de las sensaciones más complejas que afectan al alma humana y al abordar su análisis creo que debemos partir de la distinción de dos tipos, bien diferenciados, de soledad: La soledad querida y la soledad temida; O lo que es lo mismo: la soledad buscada y la soledad sufrida.
Recuerdo la lectura —en uno de esos típicos libros de aforismos para adolescentes— de una frase escrita en 1886 por el abate Joseph Roux:
«La soledad vivifica, el aislamiento mata»
La frasecilla de marras encierra todo un mensaje de sabiduría a los efectos de esta reflexión heteróclita, pues no es sino el compendio de las ideas que trato de expresar.
Efectivamente existe una soledad buscada, refugio de reflexión, amparo de meditaciones y de paz, que ensancha el alma y enaltece el espíritu.
Esa soledad no es castigo, no es mortificación, no es pena, sino que es consuelo y como dirían en mi tierra, no dejaría de ser “atopadiza” morada de los propios sentimientos necesitados de restaño.
El hombre necio necesita de la permanente presencia de sus iguales para no sentirse desafortunado, pues resulta incapaz de sentirse satisfecho con tan solo sus propios pensamientos; por el contrario existen otros que necesitan apartarse de sus prójimos, en ocasiones, para recuperar el buen sentido de esos mismos pensamientos.
Decía Friedrich Nieztsche que “En la soledad el solitario se devora a sí mismo; en la muchedumbre lo devoran los muchos. Elige pués.”
No obstante el mismo Nieztsche decía que “También el alma ha de tener determinadas cloacas propias por donde dejar fluir sus inmundicias” y estoy convencido de que la soledad, a tal efecto buscada, pudiera ser una de esas cloacas y que, por tanto, lo que el solitario devoraría en su soledad no sería tanto su propio ser, sino aquellas partes del mismo que desprecie, las inmundicias de las que su espíritu desee desprenderse.
Por otra parte únicamente en soledad es posible la creación artística o literaria, o la reflexión científica o espiritual, que son incompatibles con el bullicio de otros en rededor.
Dice el escritor Andrés Trapiello que existe un tipo de soledad que él califica de “soledad consciente”, que no es sino un estado de soledad en el que uno piensa, observa las cosas, encuentra matiz y contempla. Y en esta contemplación se aprende y se madura. Te conoces, te mides y creces. Pero creces hacia dentro, que es el único lugar hacia el que se puede crecer llegada cierta edad.
Todos los grandes personajes de la Historia de las Religiones tuvieron, en un momento u otro de sus existencias, momentos en que buscaron esa Soledad Consciente como paso previo a su labor pública.
Antes de iniciar su vida pública, tal y como relatan en sus evangelios Mateo (4:1-11), Marcos (1,12-15) y Lucas (4,1-13) Jesús buscó su retiro espiritual de 40 días en el desierto, soledad perturbada con reiteración por el Maligno, que trató de seducirle con las promesas más ambiciosas de poder y gloria que Él fue desatendiendo una tras otra.
Finalmente Cristo buscó también la soledad, apartándose de sus discípulos, para orar en el huerto de los olivos en el momento más angustioso de Su existencia como hombre cuando, atormentado por la proximidad del Sacrificio conocido, imploró al Padre que apartase de Él el cáliz que había de beber, aunque sometiéndose a la voluntad Suprema del Creador.
Mahoma a sus cuarenta años tuvo su primera experiencia como profeta en una cueva del monte Hira, donde se había retirado en soledad para meditar. Allí se le apareció, por primera vez, el arcángel Gabriel que le exhortó para que predicara en el nombre de Señor que le había creado.
Buda se retiró en soledad a la selva hasta alcanzar el Nirvana bajo una gran higuera, momento a partir del cual comenzó su peregrinaje enseñando sus conocimientos.
Tras esa soledad buscada se inicia la deriva hacia la soledad temida. “Yo sólo soy yo cuando estoy solo”, dicen que decía Miguel Hernández, quien transitaba envuelto en la tristeza “de su corazón a sus asuntos” en tránsito de soledades cual si de Lope de Vega se tratara,:
A mis soledades voy,
de mis soledades vengo,
porque para andar conmigo
me bastan mis pensamientos
Sensación de soledad mezcla de deseo y de temor, soledad parcial e inevitable, a la que también se refería Franz Kafka, quien en sus Diarios (1914-1923) nos dice:
“Esta zona fronteriza entre soledad y compañía, he podido cruzarla rarísimas veces, e incluso puedo decir que me he afincado en ella más que en la misma soledad.”
Y acabamos en la soledad absoluta, la lacerante sensación con la que deambulan aquellos que se encuentran en soledad rodeados por una muchedumbre.
Es la SOLEDAD TEMIDA, no deseada, impuesta por las circunstancias circundantes al propio ser, y cuyo origen es diverso e impredecible y que padecen quienes la soportan inexorable, dolorosa e irremediablemente sin buscarla.
Esa soledad ha llegado a ser, incluso, parte de nuestras vidas contemporáneas, sabiamente descrita por Ernesto Sábato:
«Cuando multitudes de seres humanos pululan por las calles de las grandes ciudades sin que nadie los llame por su nombre, sin saber de qué historia son parte, o hacia dónde se dirigen, el hombre pierde el vínculo ante el cual sucede su existencia. Ya no vive delante de la gente de su pueblo, de sus vecinos, de su Dios, sino angustiosamente perdido entre multitudes cuyos valores no conoce, o cuya historia apenas comparte»
El propio Sábato, relaciona la “Soledad Social” de nuestro tiempo con la pérdida del sentido del absoluto; o, dicho de otra manera, con el relativismo:
«Si los valores son relativos y uno se adhiere a ellos como a reglamentos de un club deportivo, ¿cómo podrán salvarnos ante la desgracia o el infortunio? Así es como resultan tantas personas desesperadas y al borde del suicidio. Por eso la soledad se vuelve tan terrible y agobiante»
Junto a todas estas soledades existe otra soledad trascendente, escatológica y mística, cual es la soledad de la muerte.
Sartre hizo famosa la expresión “El infierno son los otros” como una de las manifestaciones centrales de las posiciones del nihilismo de mediados del siglo XX.
Frente a esa consideración del existencialismo ateo, el Papa Ratzinger, ya en 1968, contestaba que no, que “El infierno es estar solo”, pues el miedo de cualquier ser humano ante la muerte no es sino “el miedo a estar a solas con la muerte, la siniestra sensación de la soledad en si misma”.
Recientemente se ha publicado en Roma bajo el título “Porqué Continuamos en la Iglesia”, una recopilación de artículos teológicos de Ratzinger antes de acceder al papado.
En uno de dichos artículos, precisamente llamado “El infierno es estar solo” Ratzinger nos dice:
“Si existiese (después de la muerte) una suspensión de la existencia tan grave que en ese lugar (o situación) no pudiera haber ningún tú, entonces tendría lugar esa verdadera y total soledad que el teólogo llama infierno”
Para concluir afirmando:
“Una cosa es cierta, hay una noche a cuyo abandono no llega ninguna voz; hay una puerta que podemos atravesar solo en soledad: la puerta de la muerte. La muerte es la soledad por antonomasia.
Aquella soledad en la cual el amor no puede penetrar es el infierno.
Sin embargo Cristo ha atravesado la puerta de nuestra última soledad; con su Pasión ha entrado en el abismo de nuestro ser abandonado (Descendió a los infiernos nos dice el Credo Cristiano).
Allí donde no se podía escuchar ninguna voz. Allí está Él.
De este modo el infierno, la muerte, que antes era el infierno, ya no lo es más. El infierno, así, es o una clausura voluntaria (el deseo de permanecer irredento) o como dice la Biblia, la segunda muerte.”
De tal modo y manera que como ya dijera en mi escrito “La alteridad” la formulación cartesiana del “yo”: “Pienso luego existo”, sin relación alguna con los demás —con los otros— llevaría a un concepto de “Yo” solitario, que no sería sino una realidad capaz de auto pensarse, pero vacía de contenido fuera de su propia existencia y que solamente cobraría sentido en relación con la existencia de otro, de Tu, aunque ese Tu sea, al menos, el Dios redentor.
Es decir, desde esta perspectiva, la única expresión posible del “yo” se da en el encuentro con el otro, en la intersubjetividad, de la que emana el concepto mismo de “yo” y todas las manifestaciones trascendentes que dan sentido al descubrimiento y la confirmación de la existencia del propio ser.
Y por lo tanto la total ausencia de cualquier otro en la soledad profunda de la muerte, incluso la ausencia del Cristo Redentor, la absoluta soledad a la que se refiere Ratzinger como infierno, implicaría la nada, una “segunda muerte” según la expresión Bíblica.
La condena pues al infierno no sería sino la condena a la absoluta soledad, sinónimo de inexistencia, de no resurrección, a la que se verían abocados los Irredentos, pues el “YO” sin referencia a nada ni a nadie sería sinónimo de la propia inexistencia.
Finalmente no podemos dejar de hablar, es esta reflexión sobre la “soledad temida” de la “soledad de amor”, la que nos invade como consecuencia de la pérdida del afecto del ser querido, ya por su abandono, ya por su desaparición o muerte.
Pero te quiero, amor, aunque la vida
me pague con tormentas
de atronadora soledad.
Nos dice Mariano Estrada, en uno de sus poemas.
Es precisamente la muerte o desaparición de un ser querido la situación que provoca un mayor desconsuelo al ser humano, una mayor sensación de Soledad profunda e insuperable.
Ese desconsuelo, o falta de alivio de la pena que se sufre, esa sensación de soledad por abandono insuperable, es una sensación rayana en la desesperación, no trascendental, sino anímica.
Es la sensación de impotencia ante la pena, ante la certeza de que no existe esperanza ante la ausencia del otro, desconsuelo ante el dolor que se sufre, del que se sabe que no tendrá remedio.
Nunca la pena por la muerte de alguien puede tener consuelo más que trascendental.
Nunca la pena por la muerte de alguien puede tener consuelo más que trascendental.
La muerte como hecho irreversible no tiene otra esperanza que la del reencuentro con el ser amado en el más allá, y la confianza de que disfrutaremos de las promesas de Dios conjuntamente.
La tristeza, la soledad, el desconsuelo, ha sido uno de los sentimientos humanos que mayor inspiración han provocado en los artistas o en los poetas.
Umbrío por la pena, casi bruno
porque la pena tizna cuando estalla.
Donde yo no me hallo no se halla
hombre más apenado que ninguno
Escribe doliente Miguel Hernández, intentando trasladarnos en sus versos aquella sensación de desconsuelo.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.
Nos dice Miguel en otro de sus poemas, posiblemente uno de los poetas del s.XX que con mayor sentimiento ha sabido trasladar al verso la sensación de la pena humana, de la amargura, del dolor por la muerte de un ser amado, de la soledad irresoluble.