Un tema del que se está hablando mucho en la red y muy poco en los medios de comunicación convencionales, es el del fenómeno de la multiplicación exponencial de “bitácoras” o “blogs” en los que los cibernautas manifiestan y difunden toda clase de opiniones, contenidos y manifestaciones intelectuales o culturales en Internet.
La SGAE ha iniciado una campaña tendente a limitar esta proliferación de manifestación de la libertad de expresión de los ciudadanos, en un afán corporativista de mantener su control económico tradicional sobre el mundo de la creación artística e intelectual, campaña que se ha tejido de la mano del PSOE, empeñado en controlar la disidencia, en la línea de lo que en mi escrito “Jacobinos” definía como la práctica de la “elusión de la crítica”, propia del “progresismo dogmático” que caracteriza a la izquierda, cuyo instrumento en la materia podría ser la llamada “Ley de Servicios de la Sociedad de la Información y de Comercio Electrónico”.
Según el borrador de la Ley presentado por el Gobierno, cualquier autoridad administrativa podría ordenar, en relación con cualquier contenido de la red, la interrupción de un servicio, la retirada de una información o el bloqueo de acceso a la misma cuando se trate de contenidos ilegales o delictivos.
Frente a esta previsión no han faltado críticos que han argumentado que tales decisiones solo deberían poder ser tomadas por un juez, únicos competentes para declarar la ilegalidad o el carácter delictivo de una manifestación fruto de la libertad de expresión, y nunca por una autoridad gubernativa, pues con ello se conculcaría un derecho fundamental de los ciudadanos cual es el derecho a la libertad de pensamiento y de expresión.
Es decir, que han de ser los jueces, y solo ellos, quienes deban y puedan ordenar el secuestro, la clausura o la detención de publicaciones o contenidos ilegales, así como de sancionar a las personas que hayan incurrido en un delito de difusión de tales contenidos ilegales.
Pero junto a este instrumento legal, no deja de tener importancia otro instrumento práctico en la búsqueda de aquellos objetivos, cuales son las actividades institucionales que se desarrollan al efecto.
Así, tal y como informa “Libertad Digital” la SGAE acaba de patrocinar las IV Jornadas de Periodismo Digital, organizadas por la “Asociación de periodistas Europeos” en las que Pedro Farré, abogado que representaba a la SGAE ha declarado que:
"Igual que se necesita una licencia para conducir, tendrá que haber una identificación necesaria para navegar por Internet. El objetivo de esa identificación es erradicar el anonimato de Internet".
En estas jornadas, Félix Lavilla, senador del PSOE, ha declaró que
"Una cosa es un medio de comunicación y otra cosa es una página Web".
La diferencia, a su juicio, estaría en que los primeros tienen una audiencia muy amplia.
El periodista y blooger Arcadio Espada le preguntó:
"¿Qué es una audiencia muy amplia?”
tras lo cual Félix Lavilla reconoció que:
"Los límites no son claros pero confió en que estos límites se fijarían en un acuerdo político”.
lo cual es para echarse a temblar, pues la mayoría política dominante hará de su capa un sayo, sin importarle la libertad de expresión.
En el mismo contexto, y dentro del debate sobre la libertad y la responsabilidad de los medios en Internet, Félix Lavilla afirmó, NADA MÁS Y NADA MENOS que:
"toda opinión que se reproduzca en España tiene que ser constitucional, es decir, no puede ser racista o sexista"
La frase del Senador no tiene desperdicio, centrándose demagógicamente en las cuestiones sexistas o racistas como el “summum” de la “inconstitucionalidad” de las opiniones censurables.
Sin embargo lo más grave es la idea de censura, de prohibición, de radical inadmisibilidad, de cualquier manifestación contraria a la Constitución o sus principios ----naturalmente interpretados desde las posiciones partidistas del progresismo dogmático de la izquierda--- que por el hecho de serlo serían ilegales o delictivas.
¡¡¡Que vivan las caenas!!!
Todo esto me lleva a analizar conceptos tan discutible como el de la “corrección política” de las ideas y a la discusión sobre la legitimidad o ilegitimidad de las manifestaciones de formas de pensar no coincidentes, o incluso contradictorias con las mayoritarias de la sociedad.
Para comenzar este análisis, quiero volver a recordar la reiterada Jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, que ya cité en uno de mis anteriores escritos, pero que creo que es oportuno volver a citar aquí.
Según este Tribunal:
“La libertad de expresión constituye uno de los fundamentos esenciales en una sociedad democrática y una de las condiciones primordiales para su progreso y el desarrollo de cada uno, siendo válida no solamente para las "informaciones" o "ideas" acogidas favorablemente o consideradas inofensivas o indiferentes, sino también para aquellas que chocan, ofenden o inquietan. Así lo quieren el pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura sin los que no existe "sociedad democrática"
Es decir, la libertad de expresión, entendida como derecho fundamental de los ciudadanos, ampara el derecho no solo de expresar ideas u opiniones acogidas favorablemente o consideradas inofensivas o indiferentes por la Sociedad, sino también la expresión de “otras” ideas u opiniones aquellas que “choquen, ofendan o inquieten” a la opinión pública mayoritaria.
Sin tal consideración, sin esa tradición de “rompimiento” con los estándares establecidos, sin debate intelectual, sin procesos de contradicción y pugna, la libertad de pensamiento y expresión habrían desaparecido en occidente, y nuestra sociedad no sería lo que es.
Y por eso mismo me parece repugnante e inamisible el concepto de lo “políticamente correcto” que no es sino una forma encubierta y sibilina de censura a la libertad de pensamiento y expresión.
Amén de ser un absurdo encomio del eufemismo que hiere la sensibilidad de los espíritus cultivados.
Según contaba Umberto Eco, en un artículo publicado en el diario El Mundo el 18 de junio de 2004:
“El concepto de lo “Políticamente Correcto” nació en el mundo universitario norteamericano ultraliberal y radical, para reducir algunos de los vicios lingüísticos que, a su juicio, establecían líneas de discriminación hacia las minorías. Con tal finalidad se comenzó a decir “afroamericanos”, en vez de “negros”, o “gay” ---chicos--- en vez de los múltiples y conocidos apelativos despreciativos reservados a los homosexuales.
Naturalmente, esta campaña en pro de la purificación del lenguaje produjo su propio fundamentalismo, hasta desembocar en los casos más vistosos y ridículos. Como el de algunas feministas que propusieron no decir más “history”, porque, por medio del prefijo “his”, se hacía pensar que la historia fue sólo “de él”, sino “herstory”, historia de ella, ignorando, obviamente, la etimología greco-latina del término, que no implica referencia de género alguna.”
Por su parte, Luis Sánchez de Movellán de la Riva, nos dice (Univ. Complutense de Madrid, Id y Ev. nº 41, noviembre-diciembre 2004) que:
“El origen de lo políticamente correcto coincide con el fracaso de las ideología de izquierdas a la hora de racionalizar la igualdad social. El mundo de la cultura fue su reducto y desde ahí diseñaron la corrección política como un intento e imponer la igualdad social a través de la imposición de un lenguaje no discriminatorio. Es decir, al no lograr cuajar una revolución ideológica –--y mucho menos política--– el izquierdismo progresista inventó una revolución semántica.”
En conclusión, los partidarios de la “Corrección política” se presentan como liberadores de los discriminados y acaban imponiendo a la Sociedad toda, de forma intolerante, su estilo de vida y sus modelos intelectuales.
Al final, toda esta moda de la “corrección política” no deja de ser una manifestación, sutil y benigna, de lo que profetizó Tocqueville como “modelos de tiranía democrática.”
Pero el fondo del asunto es más preocupante, incluso, que el mero problema semántico o ideológico que venimos analizando.
En teoría la consecuencia de esta forma de actuación, desarrollada por las reflexiones y prácticas sociales destiladas en las factorías intelectuales de los herederos norteamericanos y europeos del “mayo del 68”, se concreta en que la idea de que lo "políticamente correcto" es la tolerancia, de tal modo que no se admita la existencia de valores absolutos y que no se admita a nadie defender sus principios de modo beligerante, pues eso sería fundamentalismo.
Sin embargo, en la práctica, esta tendencia no es sino un instrumento dialéctico propio de la técnica de la “elusión de la crítica” propia del “progresismo dogmático” de la izquierda.
Efectivamente, de lo que se trata no es de defender la idea de tolerancia con carácter genérico, pues la tolerancia solo se reclama, reconoce y defiende para el “políticamente correcto”, que a la postre no es sino quien piensa igual que la mayoría política o social dominante, pero se niega para quien es “políticamente incorrecto”, es decir, todo aquel que no forme parte, ideológicamente, de aquella mayoría.
Y la derecha se ha contagiado de la estupidez.
La expresión más extrema de esta corriente es que se haya llegado, en el mundo occidental, a demonizar a todo aquel que defienda teorías fascistas o nazis, hasta el punto de prohibir todo aquello referente a tales movimientos políticos o de criminalizar cualquier doctrina política que los recuerde, pero sin embargo se tolere, aún se fomente, la propaganda, el debate, el estudio y la propagación de las doctrinas comunistas, cuando ocasionaron, en todos y cada uno de los países que fueron sus víctimas, horrores y atrocidades tanto o más brutales que las ocurridas en Europa bajo el régimen hitleriano.
En el fondo la única diferencia entre el totalitarismo nazi y el totalitarismo comunista radica en que aquel perdió la II Guerra Mundial, mientras que este se mantuvo en el bando de los vencedores, pues ambos fueron esencialmente violadores de los derechos humanos, genocidas y asesinos.
En este sentido me aterra la iniciativa del gobierno alemán de tratar de extender la criminalización de las doctrinas de extrema derecha, y determinadas actitudes de la misma, que se definen como “el negacionismo del holocausto” y el “revisionismo histórico por motivos ideológicos”, a todos los países comunitarios, pues dicha iniciativa, que responde al aspecto más criticable de la doctrina de la “corrección política”, constituiría una profunda violación de la libertad de pensamiento y expresión, base esencial de nuestro sistema liberal democrático.
Al igual que hice en mi escrito “Don Opas”, creo que es preciso recordar las palabras de Gustavo Bueno, para quien la libertad de expresión no solo es “libertad de” expresar las propias convicciones, ---acertadas o incluso erróneas--- conquistada como libertad democrática por la Europa nacida de la Revolución Francesa, sino que debe ser también entendida como “libertad para” la defensa de esas convicciones liberales y democráticas sin cortapisa, censura o limitación alguna, pues las opiniones, ideas o creencias expresadas por cualquiera habrán de ser combatidas con las opiniones, ideas o creencias expresadas por quienes piensen diferente, sin que sea admisible más limitación a tales derechos que la colisión con otros derechos fundamentales que merezcan mayor protección, y no creo que el concepto de “verdad histórica” o el de “ideología mayoritariamente admisible”, tengan la consideración de tal.
Otra manifestación, sutil y peligrosa, de esta forma de pensar y actuar, es la de la consideración del laicismo radical que impregna a los partidos de la izquierda como única forma de “corrección política”; y en esa línea se llega a afirmar en el reciente documento publicado al respecto por el PSOE, que:
“Sin laicidad sería difícil evitar la proliferación de conductas nada acordes con la formación de conciencias libres y críticas y con el cultivo de las virtudes cívicas”
Posición frente la cual no nos queda más remedio que mantener la posición “políticamente incorrecta” que ya mantuviera el Papa Benedicto XVI, en noviembre de 2004, cuando todavía era el cardenal Joseph Ratzinger:
“Debemos defender la libertad religiosa contra la imposición de una ideología que se presenta como si fuese la única voz de la racionalidad, cuando es solo expresión de un cierto racionalismo".
En conclusión, la solución no es la de criminalizar todas las ideas catalogadas de “políticamente incorrectas” por ser consideradas antidemocráticas en cuanto que no lo sean de izquierdas o no respondan al “vademécum” de principios democráticos generalmente admitidos ---La Constitución según la interpretación de la misma izquierda--- como parece pretender la izquierda europea desde las posiciones del “progresismo dogmático”, que trata de desacreditar e incluso de criminalizar muchas de las concepciones propias del humanismo cristiano y del liberalismo democrático, sino la de permitir la expresión de todas y cada una de las ideas, opiniones, creencias o pensamientos, de forma y manera que las ideas se combatan no con su censura, con su prohibición, o su criminalización, sino con el debate intelectual y su contradicción racional.
Claro que eso supondría tanto como que la izquierda permitiese un debate intelectual abierto y constructivo que pudiera poner en evidencia sus posiciones ideológicas, lo cual no parece factible frente a la reiteración de la “elusión de la crítica” que se practica por el “progresismo dogmático”.
Por todo ello reivindico mi derecho a ser “POLITICAMENTE INCORRECTO”, a manifestar mis opiniones, mis creencias, mis ideas contradictorias con las de la mayoría política o sociológicamente dominante en España en 2007.
A manifestarme cristiano y a defender los principios y creencias de mi Fe, y en consecuencia, a no tener que aceptar como verdaderas otras creencias religiosas, ni otras prácticas sociales aunque sean mayoritarias en aquellos casos en que, conforme a mi fe, sean censurables, ni aceptar las imposiciones procedentes de ellas y a defender, consecuentemente, mi derecho a la educación de mis hijos en los principios morales en los que creo y no en los impuestos por el laicismo inmoral y hedonista que quiere imponerme la izquierda.
A manifestarme defensor de la sociedad conformada de acuerdo con los principios del humanismo cristiano y la tradición liberal occidental, que me llevan al convencimiento de que he de respetar que piensen como quieran y vivan conforme a sus creencias todos los que sean “diferentes” a mi, pero exigiendo en correspondencia ser absolutamente respetado en mi diferencia, en mis creencias y en mi modo de vida.
A no tener que aceptar como indiscutible la opinión de la mayoría, ni a ser tachado de intolerante o fascista por contradecir sus postulados.
A ser en definitiva, según la formulación orteguiana el “YO” que soy conforme a mis circunstancias, y no conforme a las circunstancias de los demás.